- Aquí no hay hora personal, la hora es únicamente colectiva - , eso pensaba mientras caminaba con mi trasero a cuestas.
A pesar de haber recorrido por lo menos dos veces el “gran Santiago” como lo llaman ellos, siempre vuelvo, cómo dicen por ahí “volverás como sea a tus raíces”, dicho que queda más que confirmado con mi experiencia. Nacido y criado aquí, soy hijo de de fieles habitantes de esta plaza. Mi nacionalidad no importa, pues todos en este lugar somos hermanos, bueno no sé si tan hermanos, porque esos grandotes no se parecen mucho a mí, pero lo aprendí por osmosis del viejito pelao’ que todos los viernes grita a los cuatro vientos que todos somos hijos de un tal santísimo del no sé cuánto y no sé donde, pero como nunca se olvida de mis migas de pan calientitas le creo absolutamente todo y a ojos cerrados. Pensando en esto, ahora que recuerdo justamente hoy es viernes, así que por ahí tendrá que aparecer.
Mientras pasan las horas, decido ir a ver qué habrá de nuevo en todos los lugares que, a ojos cerrados y como siameses, forman la grandiosa, pero más feúcha plaza que conozco, donde no deben olvidar señores, encontrarán al oeste tiradito pal’ norte, el punto que cuando los gringitos vestidos de exploradores, con short café (por la reflauta, ¿no existirá otro color?), jokey selvático, una gran mochila que les cuelga de la espalda y casi los bota y una cámara fotográfica, ven dicen “¡eh, aquí estar en punto uno de este país”. – tan raro que hablan y se visten estos – pienso mientras camino.
Cuando la naturaleza llama, no hay caso, menos para nosotros, lo bueno es que aquí tengo hartos arboles, que más parecen palitos afirma-curados, así que no me demoro nada en hacer lo que de seguro no quieres saber.
-¡Ah, cochino de porquería! -, me grita la vieja de los cuadros una vez más. Por la reflauta la vieja metete, siempre molestando mis momentos de colectiva intimidad. Pero, mientras pensaba eso y de paso me reía de la estupidez de la vieja, me pasó lo más increíble que a un quiltro pudiese sucederle, sí, no les miento, algo definitivamente para no creer. Vi acercarse a mí volando por los aires un ser medio extraño que, al principio me costó descifrar, pero que al pasar un rato pude reconocer con toda claridad… Era Dios. Ese Díos del que tanto hablaba el pelao’, él que te invita a vivir por siempre con él, a pesar de ser un malo de los malos, siempre pensé que era medio leso, porque perdonar a todos sin importar cuánto y cómo hicieran sus maldades, caramba que resultaba por lo menos raro. Pero ahí estaba, lo vi clarititito junto a mí, llamándome a no mear más en la calle ni menos a hacer el mete y saca con la Florcita, la perristuta de la plaza. Que si no me llevarían el perridiablo, el temido y ultra mega, odiado Lucifer perruno. –Que dios me libre de ese malvado-, le dije persignándome como lo hacían el grupo de “evangelocos” (así los llamaba la gente), y después de dos minutos de imaginar cómo sería mi vida allá a 80 grados, si a penas soportaba los 20, decidí cambiar.
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