Soy un obrero recién despedido. Tengo pensado pronto iniciarme en la tarea de apicultor y vivir ciento catorce años alimentado a panecillos con miel.
El camino de la fabrica quedó cubierto por una estampida de zapatos abotinados que caminan en silencio rumbo a la merienda.
De la impotencia abrí mis entrañas para reemplazar el corazón por recuerdos. En el espejo del vestuario se refleja la hora.
Cuando estoy saliendo por última vez,
una gitana me solicita un billete para realizar una prueba de adivinación, haciéndome conocer el futuro que habrá por delante.
Aunque artera rápidamente lo ensucia con leche de sus pechos.
Muy enojado se lo intenté arrebatar, imprevistamente manchando asquerosamente las manos.
Ella ahora huye dejando el billete en cuestión olvidado.
Entonces cuando regrese al hogar pagué el viaje, pero quedamos pegados como siameses teniendo que destruirlo en mitades.
Cuando fui por uno nuevo, de más valor porque tampoco alcanza para saldar la deuda,
de apuros tuve que acudir al baño.
En contra de mis deseos debí higienizar me con él. Sin otra que lavarlo en la cocina presentándolo de esa manera.
Pero cuando el chofer observó que estaba húmedo lo primero que hizo fue olerlo. Su frente se frunció como si tuviera fiebre amarilla.
Ahora sin empleo siento que tengo todo el tiempo del mundo, entonces, aunque un tanto ruborizado veo que no existen motivos para desprenderme de esta situación. Con ello intenté retener la divisa argumentando que necesito que alguien me fíe apiadándose de mí.
La cabina tiene olor a corral donde se crían bueyes,
a zotano de zoológico, a jaula de leones.
El chofer semidesvanecido se aferra al cambio sin ya importarle demasiado esta operación comercial.
Las abejas que estoy criando, como palomas mensajeras salen a darme la bienvenida.
El día se fue apagando junto con el aroma del billete que conseguí retener. Al otro, al pintado con alimento de madre, lo fui uniendo con cinta adhesiva transparente, para al otro día pasarlo en la panadería a cambio de un regio desayuno.