La sombra
-No se puede ser Batman y Bruno Díaz al mismo tiempo-, dijo, como si viniera al caso.
Yo la miré, a través del humo que inundaba el bar, desde el otro extremo de la mesa. Se contemplaba el barniz de las uñas con esmero, casi ignorándome.
Desde mi esquina traté de articular alguna oración que sonara coherente, pero las palabras se me enredaron en la garganta y sólo pude emitir un murmullo confuso e ininteligible.
Alzó los ojos lentamente, deteniéndose en los detalles de mi camisa. Subió delicadamente por mi cuello hasta mi barbilla. Recorrió con la vista la juntura de mis labios y la deslizó meticulosamente por la curva de mi nariz; finalmente, clavó su mirada marrón en mis pupilas, traspasándolas hasta el fondo.
-Me vas a decir ahora que no te gusto, que te doy miedo o que es mejor dejarlo ahí, verdad?-, su voz pareció trenzarse con las risas estridentes de los comensales de la mesa vecina, que habían estado acompañando a gritos la canción de la rockola.
Era el momento de hablar, pero la precisión con que adivinó mis ideas había borrado mis respuestas. Me removí en la silla, mis manos tomaron nerviosamente el vaso medio lleno de ron y con un movimiento hicieron chocar los hielos que contenía, tratando de ganar tiempo. Volví a mirarla.
-No, no es eso-, me escuché decir, -es sólo que he intentado de todo, te consta ¿no?, pero no puedo, no puedo... es difícil, complicado, es que... -, y mi catarata de palabras sin sentido naufragó en el mar de silencio que nos ahogaba, lleno de rumores, sudor y chocar de vasos.
Estiró su mano delgada y rozó la punta de mis dedos con sus yemas, mientras su mirada suavizaba su inspección de mi interior. –Es fácil-, dijo, y yo tuve que leer sus labios para captar lo que decía. –Es fácil, eres tú o yo, eso es todo.
Un temblor recorrió el piso del local, subió por mis piernas, sacudió mis rodillas y se instaló en la boca de mi estómago. Supe, instantáneamente, que ya no había vuelta atrás. Como un rayo de luz que aclara las brumas, la certidumbre de lo irreparable se instaló en mi mente. Había que vivir con ello, asumirlo y decidirse. Tomé un trago para darme ánimos, cerré los ojos e intenté concentrarme.
Al abrirlos ella seguía ahí, enfrente, mirándome impávida.
Me levanté de la silla pausadamente intentando no molestarla y di un paso atrás, sin girar, para despedirme.
Su imagen se borró del espejo, dejando solo el reflejo de mi silla vacía.
Tomé el bolso del respaldo de madera y, con paso tambaleante, salí hacia la noche, derrotada.
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