El paciente pescador sonrió pensando que si lo menos un bagre y que de los grandes grandes. Cuando al final del sedal apareció un armadillo, quedó estupefacto.

El turbado pescador volvió a lanzar el anzuelo mirando de reojo al armadillo, que se había acurrucado dentro de la cesta. Esta vez el tirón fue terrible y ya veía la foto junto a tremendo bagre, los del Club de Pesca con la admiración en los ojos y la envidia en las tripas, ya un prestigio y hasta —¿por qué no?— una reseña en el Fisher Magazine. Pero no, un bagre no era aquel querubín renacentista que surgió enganchado de un ala. El hombre, extasiado, no daba crédito. Entonces tuvo un temor y miró hacia el cielo. Pero ningún rayo justiciero bajó para atomizarlo, y se sintió mejor.

El ansioso pescador lanzó por tercera vez. Su mirada alternaba ahora entre el hilo, el angelito que enfurruñado sacudía las alas para secarlas y el armadillo que había empezado a roncar sonoramente. Y no tardó en volver a agitarse con ímpetu la caña. Entusiasmado, tiró y soltó, apeló a toda su destreza para vencer al río, que se empeñaba en devorar el sedal. ¿Qué iba a ser esta vez? ¿Una sirena, un unicornio? ¿Dios?

Tras media hora de lucha, al fin la presa llegó a la orilla. El ángel empezó a aplaudir con regocijo, despertando al armadillo que se acercó a olisquear.

—No hay duda —dijo el pescador rascándose la cabeza—. Es un bagre.