Se aproximan las horas íntimas de los abrazos y de las palabras emotivas, esos instantes en que afloran los recuerdos y la nostalgia. Aparecerán los pinos decorados y las lucecitas que relumbrarán en cada casa, como si fuera la materialización de un lúdico deseo. Los villancicos esparcirán sus notas para dulcificar nuestros sentimientos. Por uno u otro motivo, o por todos ellos, cuando se aproxima Navidad, nuestros corazones laten con otros sones, sones melódicos, alegres, solidarios, los niños recuperan su cetro y son los genuinos reyes de estas festividades.
Aparecen los juguetes, simbólico regalo en que, en cada niño se agasaja a Uno Solo, al que vino a este mundo para redimirnos y para que nos reencontráramos en la esperanza. Y cada cual, con su alegría a cuestas, disfrutará como Aquel y en cada hogar, un nuevo Niño Dios reverdecerá nuestro credo y nos sentiremos más libres y más livianos al escuchar las campanitas de su alegría.
Pero, ojo, no perdamos el sentido de tan sublime festividad, no agasajemos en demasía el bolsillo del comerciante por tratar de deslumbrar a nuestros niños con un juguete fastuoso. No materialicemos lo que es prebenda del espíritu, no sirvamos a falsos dioses ni adoremos cencerros forjados en la soberbia. Celebremos, compartamos, pero seamos frugales en esta celebración, valoremos el beso, la caricia, una sonrisa, felicitémonos por estar todos juntos, unidos por la palabra, por una oración, por una mirada, acaso.
Y cuando, de los abrazos, avancemos con paso raudo hacia ese instante crucial en que un año se inmola en medio de fuegos de artificio para dar paso a otra flamante madrugada, abracémonos con unción y con sinceridad, regocijados por permitirnos cruzar otro umbral, otra oportunidad, otros desafíos.
Bebamos ese champán, festejemos, estamos vivos, somos dueños del destino…
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