Exactamente en la calle San Martín se encuentra ubicado el local donde conocí a Ariadna. Desde que estuve frente a ella me deslumbró verme reflejado en su piel de porcelana. Al principio no lograba entender como alguien puede contar con una mirada tan abarcativa, pero fue cuestión de acostumbrarme a sentirme parte del paisaje al que parecía mirar, sin vacilar ni un instante.
Una vez osé darle la mano, una mano tan fría que se asemejaba a un maniquí. Tenía los nudillos perfectamente delimitados, eran casi tan perfectos como la sombra de sus piernas. Cumplía con todas las doctrinas de belleza que la sociedad –tanto- se encarga de resaltar. Me quedó esa imagen grabada en el rincón de las pupilas: un sweater violeta y un pantalón con tramos escoceses acompañaban su figura.
Durante un año pasé, absolutamente, todos los días por el local. Me conformaba con pararme en la vidriera al menos 40 segundos, tiempo suficiente para tener ganas de volver al otro día.
En los 30 metros que separan el local de la esquina ya era rutinario que las palpitaciones aumentaran a tal punto que esperaba no llegar a la vidriera. Hubo días que amagué darme vuelta, pero eran juegos de mi moral.
-¿Cómo es ella? Suspiró el Doctor.
- Y Ariadna, ya le dije, es mi mujer perfecta. Es de esas personas que siempre quedan bien, porque tienen tantas caras, ropas, personalidades que terminan agradándoles a todos….aunque me es inevitable preguntarme: ¿Cómo conozco a la verdadera Ariadna?
Hace cuatro meses pasé por el local como siempre, pero esta vez las pulsaciones aumentaron, aún más, cuando me detuve frente a la vidriera: Ariadna no estaba, ni ella, ni sus quietos labios color marfil.
Hará unas semanas me pareció verla atendiendo un kiosco, en la clase de Semiótica o en un bar. No recuerdo, capaz siempre era ella, o capaz hay muchas como Ariadna. |