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Inicio / Cuenteros Locales / Magerkurth / Lo que amamos de la ciudad europea

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Hay algo que uno ama de la ciudad europea. Ese algo está presente también en Latinoamérica, injertado a pedazos, esqueje por esqueje, en diferentes momentos de la historia: se intuye en algunos y cada vez más escasos rincones de Santiago, en lo que queda del Valparaíso decimonónico, en la soberbia de la ciudad penquista. Buenos Aires tiene ineludiblemente algo de aquella personalidad del dominador, de ese clima europeo que uno gusta y admira. Otro tanto en muchas urbes del ya difunto imperio español. El grueso de todo ello se vive y confirma, naturalmente, en la Europa misma. Pero ¿qué es precisamente lo que uno gusta de Europa? ¿Es acaso lo estético? Tengo la sensación que sí: que en gran medida es una cuestión estética, considerando que las preferencias por determinado espectro cultural deben incluir criterios estéticos. Si me gusta Francia, me gusta la sensación de Francia, la aisthesis de Francia: aquel cuadro de Monet, aquella combinación de colores de la Costa Azul, aquellos sabores de la comida parisina, aquel sonsonete novelesco de la lengua, aquella sofisticación de la moda. Si aprecio la hospitalidad de los italianos, en realidad estoy apreciando la hospitalidad que debiéramos esperar de todo ser humano, pero que en tal caso viene de parte de italianos y tiene peculiaridades que identificamos como italianas.

Es aquí donde parte mi conflicto. Paseo por una ciudad europea fascinado por el arte, por lo que me producen los techos de Gotemburgo (como el poema de Juan Camerón), por las fachadas de los edificios antiguos. Pienso que le pertenece todo ello a la humanidad, por el sólo hecho de su disfrute. Hasta que caigo en la cuenta de quién es y ha sido realmente constructor de las impresionantes torres de hierro, los castillos de piedra y los edificios de ornamentación ecléctica: una minoría hermética. La arquitectura pretensiosa de los últimos dos siglos canta a viva voz el deseo de grandiosidad del burgués, su afán de imitación de la gloria, el gusto y el derroche aristócrata, la confianza en su dominio del mundo y de la naturaleza. ¡Qué linda es Europa!, pero más linda para quienes la han reconstruido a su modo, para quienes nos embelesan y a la vez nos paralizan con su magnificencia. Lo lindo es la versión original de las casitas del barrio alto, aunque sin rejas ni antejardín, no por falta de plata, sino de espacio y utilidad práctica en la ciudad.

Tras esta visión histórica de la ciudad europea que tanto admiramos, he de admitir que hay cabida para algo de esperanza, no sólo de democratización, sino de algo más amplio: de laicización y de universalización. Los inventos, las innovaciones tecnológicas, las instituciones mismas, nacen de una suma de iniciativas individuales, cuya utilidad no se dimensiona sino en su extensión, en su distribución. La genialidad de uno es un ejemplo de las posibilidades de toda la humanidad. La alegoría arribista del progreso que vemos en la arquitectura y el diseño de las ciudades europeas muestra el deseo de transformación del mundo, y la consciencia de que esta transformación es posible, en momentos que la lucha del burgués contra el poder monárquico absolutista aún arreciaba. Habiendo vencido en el siglo XIX, el burgués se sentó en sus laureles y se transformó en el aristócrata que tanto odiaba. Hoy corresponde continuar, ampliar y profundizar las luchas. El esplendor de la ciudad burguesa me dice hoy eso: el mundo es susceptible de transformación. La historia fue de ellos, y hoy también es nuestra.

Texto agregado el 19-12-2008, y leído por 75 visitantes. (0 votos)


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