Alexa y yo decidimos vivir juntos. Estamos muy emocionados. Un pequeño departamento en la Doctores. Mañana llega la mudanza. Nuestro bebé tendrá por fin su cuartito.

Primera semana en nuestra casa. Faltan algunos detalles como comprar muebles y limpiar las siluetas con cal de la sala, pero en general es un buen comienzo.

Los nuevos vecinos parecen gente seria. Un par de colombianos tatuados hasta el hoyo (eso supone Alexa) me visitan con pistola en mano, recomendándome olvidar pronto las niñas enjauladas que observé de reojo en su casa.

Mis suegros ya se enteraron de nuestro nuevo domicilio. Dicen que me demandarán y me fundirán en la cárcel si no les devuelvo a su hija. No me preocupo. Alexa los manda a la chingada por mí.

Tenemos nuestras primeras visitas. Las amigas de Alexa llegan, como siempre, puntualmente. La bola de arpías me saluda como si nada. Cinco minutos después, y ya sentadas, parlotean chismes orinables. Una de ella despotrica contra la nueva telenovela. No soporto y me levanto, fingiendo una diarrea espontánea, no sin antes voltear a ver los prominentes culos de las chismosas, los que anoche fueron míos.

Este domingo Alexa fue a la iglesia a ver los preparativos del bautizo del bebé. Solitario como un perro, prendo la tele de 9 pulgadas. No es temporada de fútbol y es imposible sintonizar algo medianamente visible. Pienso comprar otro televisor con el dinero del bautizo. Pero me da flojera salir a la calle. Se me ocurre otra alternativa. Subo a la azotea y robo la señal de cable de algún vecino. Soy tan brillante.

Ahora tenemos porno gratis y no me despego de la minipantalla, memorizo las escenas y posiciones para improvisarlas con Alexa. Sin embargo el bebé se ha enfermado y Alexa lo lleva al pediatra. No tenemos tiempo. Lo que debería ser un trabajo corporal de dos, se convierte en una labor manual de uno.