El hombre conoció a la mujer. El encuentro era inevitable, después de tantas charlas telefónicas. Llegaron casi juntos, se sentaron, pidieron café.
El la miró varias veces, recorrió con su mirada su rostro, sus manos, su figura, todo lo que ella poseía, escudriñó cada centímetro de su estructura como si estuviera analizando cada parte de su cuerpo, cada recoveco. Al mismo tiempo pasaba la mano sobre su cabeza como pensando, quien sabe qué.
Ella, segura, airosa, advirtió con una sutileza propia de una dama, lo que estaba sucediendo allí, y le gustó, le gustó el momento pero más le iba a gustar el final. Le divertía el rostro de él posado en su cuerpo. Se río en sus entrañas y dejó que el momento pasara. Cuando al fin el terminó su minucioso análisis, habló: le dio una caballerosa opinión utilizando toda clase de palabras halagadoras y metafóricas, que llenaría a cualquier mujer. Fue justo en ese preciso momento, cuando ella volvió su mirada hacia él, cortó su monólogo y con una sutil sonrisa le dijo: ME VOY…El rostro de él empalideció a una velocidad poco descriptible y un sudor frío recorrió su frente, a penas balbuceando un por qué sacado a la fuerza de su boca; ella lo volvió a mirar pero esta vez dulcemente, le besó la frente con el más tierno de los besos y con una mueca que no llegaba a ser sonrisa dijo, tú buscas una escultura que contemplar, una esfinge que poseer, una diosa para adorar, lo mío es mucho más simple, yo busco un hombre a quien amar.
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