Tengo la vista clavada en la salida de las escaleras del metro y el oído puesto en el jazz que suena en la radio del auto y que se disipa en el ruido urbano.

Espero reconocerte y me imagino con qué andas vestida. Lo malo es que mantengo la mala costumbre de llegar siempre antes y examinar el lugar, estudiar las posibilidades, y siempre las posibilidades me superan. Así fue que seguí con la vista una sonrisa que no era la tuya, pechos y caderas que no iban con tu imagen de niña.
Curioso es sentirse cometiendo una falta, y que no era estar estacionado en la vereda en plena avenida, sino el esperar que aparecieras con tu gesto de niña, tus ojitos y tu cuerpo de niña, hasta que surges, como rescatada del hades, corriendo hacia mí, como ambos imaginamos, con brazos abiertos y sonrisa plena. El juego del reencuentro. Y ahí estas abrazándome, con tus 16 años, mi niña, mi preciosa niña. Más grande de lo que recordaba, más hija de lo que mi culpa de no verte me dictaba. Y todo vuelve a ser normal, como un padre con su hija cualquier día de la semana.