Arrinconado detrás de un tronco derribado del Tiergarten, solo, aguardaba el pequeño Klaus, con una carabina empuñada temblorosamente, apuntando azarosamente a la dirección que cada bombazo lejano le sugería. Con sólo trece años, antes de esa primavera pensaba que lo sabía todo y que ningún compañero de clase le ganaba en astucia. En la clase de historia había aprendido mucho sobre las guerras antiguas, y sabía que muchos han asociado a los alemanes con los bárbaros medievales. Klaus era lo bastante listo como para detectar el error del que decía que los tiempos de los saqueos de los vándalos, los burgundios, los godos y los hunos ya habían acabado. El chico estaba constatando in situ que las invasiones bárbaras habían llegado a su clímax en ese preciso momento en manos de los rusos, su bestialidad y sus T-34. No quedaban más Panzerfaust que disparar, en su cruenta trinchera de madera muerta, barro, cemento y cadáveres.

Era listo, pero todavía no muy maduro para la autocrítica. La civilización era su país. Juró proteger su Patria con fervor de adulto convencido; y sin embargo, ahí estaba, resistiendo ya no por su tierra ni por el honor del héroe ni por nada más que la vida. Quedaba sólo él, parapetado en el cuerpo de dos abuelos y cinco adolescentes tumbados a los pies de un recuerdo de árbol que olía a ceniza. Acorralado, empapado de miedo, trató de convencerse de que saldría de ahí vivo.

Hasta que, en cosa de un segundo, todo lo vio rojo.