La ciudad donde habito es preciosa, aunque tiene un pasado lleno de misterio que habla de brujas y masones, de mala suerte.
Algunas veces creo que va conmigo, que no podría vivir en otro lugar, no sé…
No ha crecido demasiado, es más bien universitaria, los estudiantes le dan vida, sin edificios altos casi, parece un pueblo grande, es difícil no encontrarse con alguien conocido en el centro, o por cualquier parte.
En época de vacaciones se muere un poco, es lógico, las golondrinas, o los estudiantes, regresan a sus casas y se vuelve bastante desolada, acaso se llena de fantasmas.
Pero los viejos dicen que no avanza porque en su fundación una bruja la maldijo y la condenó a lo que es: una ciudad de paso.
Cuentan además que el plano de La Plata está basado en geometrías extrañas, con números perfectos, que si se lo dobla por sus diagonales se obtiene una pirámide.
Una avenida cada seis cuadras recrea el número de la bestia dos veces por cada lado del plano. Es un cuadrado perfecto, con un espacio verde cada seis calles.
La piedra fundamental está ubicada en la plaza San Martín (centro geográfico), en la intersección de las calles trece y cincuenta y uno, los más arriesgados se animan a sumar cinco más uno para lograr otro seis.
Hablan también de una estatua denominada “El Arquero” ubicada en la misma plaza. Debo reconocer que, a pesar de que me parezca maravillosa, la expresión del rostro es bastante diabólica y si a esto le sumamos que la flecha apunta justo a la cruz de la Catedral… (Humm)
Podría seguir enumerando detalles asombrosos que acompañan sus misterios cotidianos, como estatuas sin cabeza, escritos satánicos, diferentes nombres de las logias que intervinieron en ella, pero no, no me interesa demasiado, no hoy al menos.
Prefiero nombrar sus tilos infinitos que perfuman el aire en primavera o provocan lluvia de hojas doradas en otoño, el azul violáceo de los jacarandaes, las manos gigantescas de los plátanos, el porte altivo de los contados eucaliptos.
Mencionaré la libertad del primer vuelo lejos de casa, las sonrisas adolescentes, las tristezas tempranas de la soledad, el mate amargo de madrugada, el compartir con algún amigo el último cigarrillo de un atado.
Caminatas por noches silenciosas llenas de luces amarillas, de veredas húmedas, de lunas gigantes que simulan ser de pueblo y de estrellas susceptibles.
Esquinas de artesanos y niñas que hacen malabares con fuego y esferas de colores a cambio de sonrisas, o de una vuelta en los ojos de aquellos que las miran de soslayo. Poetas de barrio que me regalan caramelos de menta y miel, que me reciben con tres tortas tibias por la mañana, que me extrañan cuando no aparezco. Perros callejeros a la espera de una caricia, hamacas llenas de niños, calesitas arregladas a nuevo, toboganes azules y brillantes.
En fin, ciudad de brazos abiertos que me enseñó, entre otras cosas, que “casa” queda donde se posan miradas y cariño.
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