Discúlpenme, estoy sensible.
Hoy a la mañana mi novio me pidió que fuéramos al cementerio a llevarle unos jazmines a su tío Lucho. Siempre jazmines. Yo le digo que le lleve claveles, que duran más, pero a él le gustan los jazmines porque le recuerdan a mí. Dice que tengo algo fresco, algo simple, que no me sabe explicar. Dice que le quiere llevar eso fresco y simple a su tío Lucho para que no se sienta solo. Está bien, supongo. Yo lo acompaño, que él haga lo que le parezca.
Para llegar al cementerio hay que ir por el autopista y después hacer unos kilómetros por un camino de ripio. Es uno de esos privados, que tienen pocos muertos. Mejor. Al costado del camino, adelante, yo vi un animal. "Un perro", dije. Mi novio iba callado. Manejaba despacio. El animal cruzaba el camino, con un paso medio afectado. "Frená, Danilo". Pero Danilo estaba en otro mundo, no iba a frenar. "Que frenes, te digo. El perro está rengo." Y él, como si no me oyera o como si la muerte fuera de esas cosas que uno no entiende hasta que se aparece cerca y nítida igual que el fuego o una mariposa, pasó con el auto por encima del animal. Me llevé la mano a la boca. No lo miré. "Lo hiciste a propósito", le dije. Él insultó y bajó del auto. "Es una zorra", dijo. "Maté una zorra renga". Agarré uno de los jazmines y me aspiré su perfume hasta sentir eso picante en el paladar. Estornudé. "Una zorra renga", volvió a decir, ya en el asiento. Me acarició la cara y puso el auto en marcha. "Una zorra renga".
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