Cuando Luisa ingresó en el hospital, ya estaba muy enferma. Pero toda su pena era su nietecita de cuatro años. No sabía cuándo iba a volver a verla, por eso le pedía a su hijo que se la llevase allí.
-Los médicos no nos dejan que la traigamos al hospital, no es bueno para ella- le decía su hijo Manuel.
Luisa cerraba los ojos y no decía nada.
Sus hijos la cuidaban y la mimaban, pero ella estaba triste. Enferma y triste.
Pasaban los días. Pruebas y más pruebas. La tristeza, al igual que la enfermedad se habían apoderado de ella y Luisa cada vez abría menos los ojos al mundo.
Así pasaron dos larguísimos meses. A veces parecía que iba a mejorar, pero al día siguiente estaba otra vez peor. Sólo hablaba para decir que quería ver a su nieta.
Intentaron engañar a las enfermeras y a los médicos, pero no pudieron llevar a la niña.
Y Luisa cerró los ojos y no los volvió a abrir.
Al día siguiente después del velatorio, Manuel llegó a su casa. Estaba preparando el desayuno, cuando se dió cuenta que la niña que acababa de levantarse, lo miraba desde el fondo del pasillo frotándose un ojo con carita de sueño.
- ¿Dónde está la abuela?
Manuel, con un nudo en la garganta, le explicó como pudo que la abuela estaba aún enfermita en el hospital.
La niña, con cara de asombro lo miró y le dijo:
- No, la abuela ha estado aquí y me ha dado un beso.