Hermano:
Me dirijo a ti, mi confidente, debo revelarte un secreto, algo que me quita el sueño y avergüenza. Eres el único en quien puedo confiar tal sacrilegio. Se trata de Andrea. Desde que nos casamos, en un comienzo, todo fue bello y bueno: caminábamos de la mano sobre los mares, donde la luna nos guiaba, el beso entre la ola y la arena nos despertaba en las mañanas y, cuando las estrellas se desperezaban, nos cobijábamos con las últimas llamas languidecidas bajo las aguas. El amor era un retoño brotado de nuestra piel. Todo se veía normal, hasta que pasaron unas semanas. Ella cayó enmudecida, y se encerró en la bodega de la casa, su mundo se enfrascó en ese lugar, enraizó sus arterias a las tablas, y no volvió a salir de allí. Intenté sacarla varias veces, pero fue inútil, no volvió a hablar y me dio por inexistente. Su encierro me desesperó hasta la locura, la obligué a que pronunciara su amor por mi: la amarré, la golpeé, incluso la torture, pero no expresó ni las mas mínima palabra. Resignado, le ofrecí la libertad, pero ahí se quedaron mis palabras perdidas en el viento. Una noche me despertó con un beso, luego, en un murmullo me perdonó y se fue para siempre. Desde entonces que me aislé en la misma bodega viviendo de polvo, recuerdos y llantos.
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