Mi amigo el Asesino
Me desgarró, no sólo la garganta, no sólo el pecho, ¿Cómo? Tantos años vividos sin casi separarnos, tantos momentos compartidos, sin apartar jamás tu venenosa amistad de mí aliento. Me desgarró el orgullo.
Primero fueron dos gotas, las vi volar con los ojos apenas abiertos por el dolor. Frente a mis ojos pasaron vestidas de rojo dos partículas escupidas por la tos, tú observabas a cuarenta y cinco grados bajo mi hombro, sin pararte, sin soltarme la mano, sin parar de incitarme a comenzar a odiarte; pero eso es un decir, juré odiarte varias veces, y lo único que recuerdo son esas reconciliaciones orgásmicas, bocanadas de amor nervioso que nos hacían más unidos el uno del otro.
Luego caí de rodillas, seguidamente coágulos de sangre se estremecieron contra el suelo empañando mis rodillas, mi camisa dominguera salpicada duró sólo el día de estreno. Soltaste mi mano, te escurriste de mis dedos y caíste cerca mío, luego yo me desplomaría casi sobre tu filtrada sonrisa, apenas podía moverme, se venía el infarto, pero no podía dejar de mirar tu exquisita silueta humeante que no me dejaba odiarte, hubiera querido aspirarte una vez más. A diez centímetros de mi boca y no pude alcanzarte.
El doctor ha recomendado que me aleje de ti, “este es el último aviso que te da la nicotina”. No lo sé, tantas veces quise odiarte. Ah, en fin, ¡Que hermoso orgasmo!.
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