Partieron sin rumbo, hacia quien sabe que lugar. Un destino incierto. Sólo ellos dos. Almas unidas.
Él un hombre sonriente, amigable, con ganas de vivir…
Ella, una mujer, mujer de esas que ya no las hay, con su entrañable sonrisa, su buen humor y ese amor infinito hacia él.
Hablaron casi todo el kilometraje que recorrieron, hasta llegar a ese destino que ambos desconocían.
Bajaron lentamente del automóvil, tomados de la mano, abrazados y felices, como siempre solían estar, se acercaron a una puerta gigante de roble viejo que parecía ocupar todo el frente de la casa.
No había timbre, sólo una pequeña campana de bronce viejo, con un cordel gastado. Ella, resuelta la hizo sonar.
La puerta se abrió y frente a ellos apareció un personaje extravagante, una mujer que su rostro irradiaba felicidad.
Apresurados preguntaron a donde habían llegado…
La señora los miró sonriente y calma y les respondió: “Al paraíso”.