Él me decía que era un ángel, que había venido solo para guiar mi confusa existencia, él decía que amara cuanto pudiera para que mi corazón fuese fuerte y amable, él me decía que no llorase su ausencia, que en cada palabra que me había enseñado estaba su recuerdo y, por tanto, su esencia.
Me dijo cuanto fue necesario que viniese a caer al mundo, y que más que coincidencia, fue voluntad divina.
Su llegada le costó la inmovilidad de su cuerpo, por eso siempre estaba sentado en el mismo lugar, y solo hablaba lo necesario, lo justo para que le pudiese entender con claridad; era ciego y parecía haber visto más que nadie, estaba dotado de gran sabiduría, yo lo respetaba por eso, por lo mucho que sabía y lo poco que quería, él amaba todo: desde sus zapatos rotos, hasta su camisa sin botones; el decía que era un ángel.
Le pregunté a la gente si lo habían visto, “era mejor que estuviese muerto”, fue lo que la mayoría me respondía, yo los miraba con tranquilidad, y aquello que decían, era como si me lo dijeran a mí directamente. Lo seguí buscando, por todo el pueblo, por ciudades y países, mas sólo lo encontré en mis recuerdos, entonces desperté, y lloré por no hallarlo, a pesar de que el decía que no lo hiciese, atisbé el espejo y ahí estaba yo, en una silla, con mi camisa sin botones y zapatos rotos, sentado sin poder moverme, diciéndome que era un ángel y que había venido a reparar, lo que el mundo, con sus ojos se negaba a ver.
Y bueno, el decía que era un ángel y venía a plantar el amor que el mundo necesitaba nuevamente, pero los hombres le cortaron las alas, porque tuvieron miedo de sus diferencias, le golpearon hasta que solo pudo mover su boca, para escuchar sus lamentos nada más, pero el jamás odió a quienes le hicieron tan enorme mal, y la semilla que traía quedó en aquel lugar, y dicen que si amas verdaderamente podrás verla crecer, pues aquella flor vive dentro de ti, en tu corazón, tiene muchos nombres, pero a mí me gusta llamarle: amor.
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