Avanzaba el año 1.960. Tito, Chema y yo éramos vecinos y amigos inseparables. Compartíamos todo: aula en la escuela, plaza y juegos, barrio, andanzas y, lo más difícil de olvidar, nuestros secretos encuentros con el Negro Macuá.
En realidad su nombre era Zé pero para todo el mundo era Macuá, llegó del Brasil en tren y se quedó viviendo en un vagón de un playón de trenes de carga abandonado.
Se decía que estaba algo loco porque siempre contaba historias de sus ancestros, negros que habían sido traídos desde África y vendidos en Brasil como esclavos y que, en un pueblito de ese país había nacido él, allá a principios del siglo.
Era todo un personaje este Macuá, por su forma de vestir y de hablar, mezcla de portugués y español, pero sobre todo por su eterno buen humor reflejado en su sonrisa de dientes blancos así como su constante conversación, rasgo inequívoco de quien vive solo.
Nosotros tres teníamos severas advertencias de nuestros padres de no acercarnos al playón abandonado ni mucho menos escuchar las historias del Negro Macuá, pero la atracción, curiosidad y el misterio que encerraban estos cuentos ejercían un efecto casi hipnótico que nos hacia “escaparnos” en las tardes, a eso de las 5, cuando llegaba el Negro Macuá de limpiar y mantener la cancha de fútbol del club del barrio. Impacientes y con la imaginación exaltada esperábamos que se cambiara de ropas, armara parsimoniosamente su cigarro (con la destreza de los años) y, recién entonces, nos hacía una seña y llegábamos corriendo a sentarnos a su alrededor, en unos tronquitos que él había dispuesto cerca del vagón para nuestras fascinantes “reuniones”
Fue una de esas tardes que estábamos inmersos en una de las historias que Macuá nos narraba que no nos percatamos que una tormenta se avecinaba.
Casi siempre él nos hablaba de su abuelo esclavo perteneciente a la tribu Macuá de Mozambique (de ahí su apodo por repetir tanto esto) y de sus padecimientos antes de lograr su libertad.
El cielo se oscureció y el viento comenzó a soplar acompañado de relámpagos y destellos de luz. Macuá nos invitó a guarecernos debajo del vagón para continuar con su relato y esperar que pasara la lluvia para poder regresar cada quien a su casa.
La tormenta se fue tornando furiosa y nos empezamos a asustar si no paraba de llover. Habían pasado casi 2 horas de estar allí, nuestros padres estarían preocupados y volver todos mojados sería un regaño garantizado.
Macuá nos dijo:
- Tranquilos, es que 7 rayos está algo enojado hoy, pero voy a interceder para que retornen sin mojarse.
- ¿Y quién es 7 rayos, Macuá?
- Es el Dios del trueno, del rayo, del relámpago y del fuego. Es quien comanda la tormenta. Esperen que voy a buscar algo al vagón, ya vuelvo.
Nos quedamos expectantes sin saber qué traería. Regresó y en sus manos cargaba algo de madera, como un bastón.
Se alejó del vagón caminando bajo el torrencial aguacero, mientras rayos y relámpagos iluminaban el cielo, Macuá, totalmente empapado, levantó el bastón hacia las nubes y comenzó a recitar algo en un extraño idioma.
Quedamos boquiabiertos al ver que, donde estaba Macuá, repentinamente ¡NO LLOVÍA! . Y para nuestro mayor asombro a su regreso hacia nosotros, por donde él caminaba ni una gota de agua caía.
Sin poder creer lo que estábamos viendo, los tres preguntamos al unísono:
- ¿Cómo hiciste eso, Macuá?
- Escuchen con atención, les contaré algo que sucedió en el barco que trajo a mi abuelo hasta Brasil, en 1847, cuando tenía 12 años. Lo capturaron junto a su madre. Desgraciadamente, su padre perdió la vida enfrentándose a los mercaderes de negros. Su nombre era Kikungo pero, cuando llegó a tierras brasileras lo bautizaron Zezinho. Durante los 50 días que estuvieron navegando para cruzar el océano vivieron momentos difíciles. Aún cuando otros momentos no lo fueron tanto, dado que para esos días se trataban con mayor cuidado a los esclavos y así lograr mejor precio por ellos. Pero lo que impactó muy fuertemente a mi abuelo fue una tormenta que se desató en plena alta mar. El barco se batía en medio del enfurecido océano, el agua entraba por todos las rendijas, y donde viajaban los negros comenzaba a inundarse, el pánico se apoderó de todos ellos. La tripulación luchaba por achicar el agua que entraba a raudales. La bodega tenía dos tapas de acceso, algo así como rejillas al ras del piso. En la desesperación por no ahogarse, los mayores levantaban a los más pequeños hacia las rejillas para que pudieran respirar. Fue desde allí que KIkungo alcanzó a ver un hombre que no era de su tribu que elevaba un bastón de madera dirigido al ojo de la tormenta, emitiendo unas palabras con mucha vehemencia. En ese momento y para su total asombro, un violento rayo se desprendió desde el oscurecido cielo para caer estruendosamente sobre el palo mayor del barco, iluminándolo en su totalidad. Desde ese preciso momento, la lluvia fue amainando y las aguas comenzaron a aquietarse lentamente. Cuando este personaje bajó el bastón sus ojos se encontraron con los de Kikungo que estaba aterrorizado. Una sonrisa se dibujó en su rostro infundiéndole tranquilidad y confianza de que ya todo había pasado. Al llegar a tierra firme y cuando los estaban desembarcando, el hombre del bastón tomó a mi abuelo por un brazo y, apartándolo de los demás, lo miró fijamente a los ojos y le habló, para luego depositar en sus manos el bastón con el cual había aplacado la furia de la tormenta.
- ¿Entonces ese bastón que tú tienes es el que le dieron a tu abuelo aquel día?
- Así es mis queridos amigos, y ahora cada quien para su casa… Sus padres deben estar preocupados y no quiero que los reten por haber estado con el “Loco Macuá”.
Los tres salimos apurados de regreso a casa, impactados todavía por la historia que habíamos escuchado y, mas aún, por lo que Macuá y su bastón habían protagonizado.
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