ESAS LÁGRIMAS
Una brizna de aquel polvillo seco se incrustó en la córnea de ella y de sus ojos brotaron las lágrimas más falsas que nunca antes mostrara ante nadie; nunca fueron tan oportunas.
Él parpadeó unos instantes, se cercioró de que aquello era real. Ella lloraba arrepentida, ciertamente, aunque de sus labios no asomase una sola frase que implorase perdón.
El corazón le brincaba en el pecho y todo su cuerpo se tensó abrazado al pensamiento de que ella ya no volvería a hacerlo más. Se le tensaron los músculos de las piernas y los pies mientras se deleitaba pensando en la recompensa que recibiría de ella y que ya casi la podía sentir en el temblor imperceptible de sus carnosos labios.
Sus dedos de marfil manejaban con soltura un pañuelo de celulosa enjugándose las lágrimas, y sus ojos, entre parpadeo y parpadeo, le dejaban ver pasar las líneas discontinuas de la calzada a mayor velocidad.
En su agarrotamiento introspectivo apretaba el acelerador mientras su mirada veía más la pantalla de su mente y las imágenes que le brindaban, que la carretera.
Cien millas por hora dentro de aquel descapotable color melocotón, en una recta infinita y solitaria, abrazada por un desierto seco y caliente, como calavera al sol, no eran buenas apuestas para la supervivencia.
La volvió a mirar despectivamente y se encontró con unos ojos húmedos y mansos que abrían compuertas de sangre a flujos rítmicos hacia su entrepierna.
Ella vio cómo tragaba saliva delatando su estado a pesar de la dura expresión.
Apoyó la cabecita envuelta en cabellos rubios como el sol sobre su potente hombro, aguardó un instante hasta poner la mano sobre el muslo de él, lo apretó ligeramente, encogió todos los dedos menos el índice, que hizo eslalon descendente muy próximo a la bragueta y paró.
Con el del eslalon continuó y provocó en el conductor la separación de los muslos. Algo había cambiado de tamaño y posición en el interior y el índice de ella conocía su postura, porque sabía dónde colocar su uña y arañar con suavidad sobre la tela.
El resto de dedos bajó hasta sentir el metal de la Omega 645, era lo que buscaba.
Hábilmente ascendió hasta la lengüeta de la cremallera y la bajó muy despacio, separó ambas partes del pantalón y apareció el calzoncillo a punto de reventar literalmente. Resoplaba como un buey encelado cuando escuchó un petardo demasiado cerca. Quedó sin visión, desmayado, títere suelto.
Se las ingenió para frenar junto a la cuneta y empujar su cuerpo de morsa contra los guijarros, claro que después de vaciarle bien los bolsillos.
Abrió la maleta y sacó una toalla de baño que colocó sobre el asiento ensangrentado, aceleró y se perdió en el sol de poniente.
Aún le lloraban los ojos.
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