No apagues la luz, me dice la nena con voz somnolienta. No te preocupes, mi amor, no me iré hasta que te duermas, le contesto mientras ajusto las sábanas a su cuello y acaricio su frente. No quiero llorar. No debo llorar. Qué difícil se me hace el final del día. Ese momento en el que las luces huyen y se queda el corazón como enroscado en los troncos de los árboles. Cuánto daría por abrazar a mis niños, contarles historias hasta que les venza el sueño. Qué harán en estos momentos. Seguro que mi madre les hace el cuento del volcán enamorado o el de la niña y el cóndor. Y ellos abrirán mucho los ojos, y dirán, sigue, yaya, no te pares. Pero, qué cosas tengo, si allí ni las horas son iguales. El sábado es el cumpleaños de la nena. Me gustaría que tuviera algo mío, pero no sé que comprarle. Cualquier juego de esos que pone en la pantallita cuesta mi sueldo de un mes. Aunque no sé para qué se gastan el dinero, si luego, que si clases de esto, o de aquello, la criaturita no tiene tiempo para disfrutarlo. Si es que, de tanto llevar a la niña de un lado a otro con el carro de la señora, cuando regrese podría manejar un taxi. Uf, no, ahí yo no podría. Mejor, Manuel. Pero qué digo, estoy tonta. Pobrecita mi mamá, lo que le costó decírmelo. Y no es que no lo entienda. Qué hombre aguanta dos años con la cama vacía. Sentí como un puñal en el pecho, no te apures, mamá, pero me faltaba el aire. Mis niños. Si pudiera traérmelos, ahora que no tienen padre. Irían al colegio y no me costaría nada. Les compraría ropa bonita. Podrían aprender, hacerse un futuro. Pero no quiero hacerme ilusiones. Lo hablé con el señor, y él me dijo que con la crisis, lo tenía muy difícil. No sé de qué me habla. Yo los veo igual. Siguen levantándose temprano y volviendo tarde. Y saliendo los sábados por la noche. La señora me dijo que mucha gente se estaba quedando sin trabajo, y les daban preferencia a los de aquí, y que si no me renovaban los papeles no sabía qué iba a ser de ella. Yo no quiero que nadie se quede sin trabajo, si sabré lo que es eso, pero qué culpa tengo yo. La nena ya se ha dormido, y yo sigo aquí, gastando el tiempo para no irme a mi cuarto. Antes, cuando apagaba la luz me imaginaba que Manuel estaba a mi lado, y le hablaba. Incluso algunas noches me despertaba empapada en sudor, sintiendo aún el calor de sus manos en mis pechos. Cómo extraño los ruidos, los olores. La luna entrando por la ventana. Lo bien que lo pasábamos paseando descalzos por la pendiente de piedras hacia la laguna, bañándonos bajo los aguaceros. Trabajando de sol a sol, ahorrando hasta el último centavo, soñando con tener algún día algo nuestro. Hasta que se revolvieron, y los echaron, y Manuel empezó a emborracharse por la vergüenza, y a levantarme la mano. Entonces fue cuando dije, tendremos algo nuestro, me voy a España. No debo pensar estas cosas. Si estuviera allí echaría de menos a la nena también, casi se puede decir que la he criado. Qué bonita está, tan blanquita, si parece un ángel. Bueno, ya es hora de acostarme. A lo mejor puedo traer a mis niños, antes de que se hagan hombres y las copas y la desesperanza me los echen a perder, y les compraré maquinitas de esas de la pantallita, como las de la nena, por su cumpleaños y no les hablaré nunca de la laguna, ni del volcán enamorado.
|