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Diego era un niño que acababa de cumplir siete años no sabía leer y por este motivo para asistir a clase, cruzaba por un callejón a fin de reducir la distancia desde su casa a la escuela. Regresaba entrado el atardecer, un atardecer que en invierno y todavía antes, en otoño el citado callejón se oscurecía demasiado pronto.

Cada día se veía obligado a cruzar por aquel callejón de gatos, hasta siete había contado. Llegado el tan esperado verano cercano a las vacaciones, una tarde luminosa pero incapaz de alumbrar la sórdida y estrecha calle, la cual siempre permanecía envuelta en un raro silencio, roto a veces por extraños suspiros, a veces roto por extraños suspiros, por ecos amortiguados acompañados de súbitas carcajadas, volvía a pasar.

Siempre encontraba gatos negros y blancos y todavía uno con una oreja blanca y otra negra, todos famélicos siempre, pero sobre todo escurridizos. Esquivos, singularmente avezados en anticiparse a las patadas las cuales en principio, debieron de ser inesperadas y muy inoportunas para su aparente y felina tranquilidad, convertidas con el tiempo en tan previstas como anticipadas para se oportunamente eludidas.

Eran gatos plantados como estatuas, mientras esperaban los restos de comidas surgidos a través de las cercanas ventanas, casi siempre cerradas al exterior a cal y canto, mientras se lamían las patas. En más de una ocasión, Diego, había visto a una mujer asomada a la ventana mientras vaciaba un plato con restos de comida, seguramente de patatas y pescado. Si, olían a pescado, un olor que convertía en salvajes a los gatos los cuales, en tanto se disputaban la escasa comida, saltaban entre las estrechas paredes del callejón como las pelotas que rebotan en una cancha de frontón, pero con maullidos desgarrados y zarpazos no menos violentos entre gato y gato.

A primera hora de la mañana, los gatos, olisqueaban los adoquines, como adormecidos, pero huían aceleradamente tan pronto como aparecía un viandante. Un viernes por la tarde, Diego el escolar, regresaba de la escuela en su habitual y despistado paseo. Pero el viernes era un día distinto de los otros días de la semana.

Los gatos aparecían más nerviosos que otros días. También Diego, debido a que en esos días de fin de semana, se tropezaba con personas que no habían aparecido otros días, ni los lunes, ni los miércoles, como tampoco los jueves. Llamaban su atención por que, unos viandantes le seguían hasta el final de la calle, en tanto que otros, se le hacían presentes en ese mismo estrecho y oscuro final. Algunos se le aparecían, los demás desaparecían. Solamente los gatos iban y venían en locas e interminables carreras. Sólo gatos y hombres, ni una mujer ni tampoco un perro.

El callejón estrecho y oscuro, después de las vacaciones, en un reciente y otoñal atardecer, seguía desierto. La calle aparecía totalmente mojada, sin gatos, sin hombres, cuando el agua despedía un fuerte olor a sulfato, de hierro seguramente, un fuerte desinfectante.

Diego, mientras oía el silencio, avanzaba, cruzaba por delante de un bar que ya estaba cerrado. Llegaba casi al final donde se podía leer un letrero que anunciaba “Casa Manolita “ que él a duras penas interpretó como casa “maolita”, cuando le sorprendió un suspiro, como si alguien lo estuviera pasando muy mal, llegó a pensar, como si estuviese soportando un fuerte dolor. Ya lo había oído otras veces, como tres o cuatro, pero ahora alguien suspiraba con una leve queja, un “ay” continuado, no estridente, opaco más bien, o todavía mejor, contenido. Diego lo entendía como un dolor extraño, precipitado, pero a la vez lento, una agonía como dolorosa si bien exenta de tragedia. Aunque no le pareció un drama, debido a su inmadurez, lo sintió como muy estresante.

Asustado si, Diego, salió corriendo al mismo tiempo que el gato con una oreja blanca y otra negra, se cruzaba entre sus pies marramizando arisco, hasta llamar la atención de otros felinos unidos en tropel hasta desaparecer tras la negra gatera de una recia puerta de madera.

Nunca, desde que en verano volvía del campo de fútbol desde la escuela, había sentido una emoción tan fuerte y tan extraña. Estaba decidido a no volver a pasar por el callejón, aunque le resultaba difícil rodear el pueblo por las oscuras afueras, para llegar a casa demasiado tarde. No fue capaz de mantener esa decisión más de siete días. El camino se le hacía demasiado largo, aburrido y sobre todo monótono. Además, el viernes, era un día medio festivo y a pesar de que su padre llegaba del trabajo a casa un poco más tarde ese día, él prefería esperarle

Por este motivo decidió volver a cruzar el callejón un viernes a la seis de la tarde, cuando el ansia de libertad se puede tocar con las mismas manos, después de una semana encerrado durante largos jornadas de inacabables horas de estudio. Se adentró de nuevo en el vibrante y penumbroso callejón. Ese día tampoco encontró a los gatos.

Al tiempo de acercarse a Casa Manolita se dio de cara con la policía. Por una escalera bajaban cinco mujeres jóvenes acompañadas por otra que le pareció mucho más vieja... Mientras las miraba, un guardia al que nunca había visto por allí, le gritó súbitamente ¡venga! Sorprendido Diego, salió corriendo, igual que hacían aquellos gatos que hoy no estaban, y luego de la sorpresa recibida, volvió a mirar atrás con tiempo para poder ver, cosa que le pareció muy rara, a una joven poniéndose una blusa. También pudo observar como un guardia, le ponía las esposas a la mujer.

Una vez llegado a casa, Diego visiblemente nervioso, le contó a su madre todo lo que ocurrido, omitiendo por lógico temor el episodio anteriormente conocido referente a las, para el, desconocidas quejas y suspiros.

--- ¡Qué cosas más raras ¡- dijo la madre- luego de cavilar sobre cuanto Diego le decía. No pases más por ese callejón de los malditos gatos – le gritó – Diego respondió que si no lo hacía, regresaría mucho más tarde. ¡No pases más por ese callejón- ¿lo has entendido? – repitió la mamá. Cualquier día te vas a encontrar con tu propio padre- siguió diciendo.

El niño en su inocencia, entendió que le advertía de la posibilidad de que, si no hacía caso, recibiría un castigo. Así lo entendió el chico.

Pero resultaba evidente que la madre, conscientemente intrigada, no pudo evitar pensar en la tardanza de su marido la tarde de los viernes; no pudo dejar de pensar en otras posibilidades. Los gatos son imprevisibles.

robertboresluis@hotmail.com

28-06-2004

Texto agregado el 09-12-2008, y leído por 255 visitantes. (0 votos)


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