Abrió los ojos con pesadez a la misma sensación de hastío y desilusión que la acompañaba desde tanto tiempo atrás. Fijó la mirada en la pantalla intermitente del monitor que vigilaba su frecuencia cardíaca y el ritmo de su respiración.
“Sigo viva”, musitó sumida en el desaliento y chasqueó la lengua sólo para corroborar la sequedad de la boca y la garganta.
Una sed abrasadora le desgarraba el cuerpo, horadado por una maraña de cicatrices de todos los tiempos, recuerdos presentes y pasados de una vida sometida a tratamientos médicos de dudosa efectividad. ¿Para qué? Para prolongar esa existencia que ya no era vida, sino una agonía perpetua.
No recordaba en qué preciso instante había perdido el miedo a la muerte. De tanto enfrentarse a la posibilidad de abrazarla, había procurado estrujar los días, hasta arrancarles hasta la última gota de alegría. Pero ya no le quedaban fuerzas para exprimir nada; ahora anhelaba el final.
La imagen de sus padres con las manos apretadas, disimulando una fortaleza y optimismo ya vacíos, se le presentó con nitidez, mientras el médico le explicaba la necesidad imperiosa del trasplante para seguir teniendo esperanzas.
“… tu corazón está funcionando al diez por ciento de su capacidad, por lo que es prácticamente un milagro que continúes con vida”, “…esta disminución de la potencia cardíaca se debe a la agresividad propia de los medicamentos y técnicas aplicadas para frenar la leucemia”, “…no queda otra alternativa más que el trasplante”. Esta última palabra continuó resonando en la semipenumbra de la sala sin ventanas.
El facultativo prosiguió exponiendo la gravedad del cuadro, pero sus oídos se negaron a continuar recibiendo falsas promesas. El riesgo de la operación era insoportablemente alto y aún de resultar con éxito, tendría por delante un largo camino de lucha. Una lucha que nunca había sido pareja. Le sangraban las encías de tanto apretar los dientes, enfrentando con valentía ese destino de sufrimiento.
Se sabía con coraje, mas no quería seguir. Es probable que de intentarlo podría sobrevivir unos días más, quizá hasta algunos meses, pero en su interior ya se había gestado y fraguado la decisión. Era su vida y ya no lo era. Era su muerte y se había ido acercando cada vez con mayor intensidad, desgarrándolo todo desde las heridas. Algunas de ellas, las imperceptibles, no habían cicatrizado, eran arañazos abiertos en el alma, desgarrada por los embates del dolor.
¿Qué es la muerte, sino la falta de ganas de vivir? Había arribado a esa conclusión una mañana como tantas otras, en la que buscando aferrarse al madero de la supervivencia, su mente había divagado alejándose de la realidad lacerante.
“No me condenen a agonizar indignamente. He peleado con todas mis fuerzas contra esta enfermedad toda mi vida; desperté cada mañana soñando que la pesadilla había concluido, pero no ha sido así. Ya no quiero más. Me aman de verdad, lo sé; me han visto sufrir las vejaciones y padecimientos más terribles para sobreponerme a este mal. Papá, mamá, no puedo y no quiero una vida así. Acepten mi decisión, por favor. Se los estoy suplicando con total conciencia de la magnitud del pedido.” Habló con la dolorosa madurez de quien ha recorrido un largo camino de padecimientos.
Lloraron toda la tarde los tres unidos, en un abrazo que se apretaba y aflojaba de a ratos, con los manos deslizándose por los cabellos y los rasgos de los rostros, como queriendo absorber la textura, y la fisonomía de uno y otro. No hubo más palabras, sino miradas profundas, llenas de sentimientos, lágrimas gruesas y mudas que empaparon la ropa y las sábanas de esa cama de blancura incandescente.
La batalla contra la postura del hospital fue intensa, pero breve. En apenas horas, cayeron todas las barreras éticas, profesionales y legales esgrimidas y se les permitió retirarse a su hogar, desde donde cada atardecer, bajarían a un parque cercano.
A los pocos días de encontrarse en su casa, pidió adelantar la vuelta por la plaza. Intuía se acercaba el final, pero no quería más despedidas, simplemente echó un largo vistazo alrededor para grabar en sus retinas los geranios de la ventana, la disposición de los muebles y la silueta de su padre leyendo el diario en el estar. Su madre empujó la silla de ruedas hasta un algarrobo de tronco oscuro y rugoso, cuyo contraste con la claridad de los brotes verdes le conferían una belleza superlativa.
Soplaba una brisa apenas fresca, que absorbió de una bocanada. Sobre la copa del árbol, un hornero llamó con su canto a otro lejano, que se había escuchado momentos antes. Con el último sonido del llamado, se dejó ir liviana, etérea y en paz. Eran las seis y veinte de un viernes primaveral. El calvario había cedido a un vuelo suave, como la brisa que soplaba desde el norte.
Minutos más tarde, a pocos kilómetros de allí, una niña abría sus ojos por primera vez al mundo, ajena a todo lo que acababa de suceder en la plaza que cobijaría sus juegos infantiles.
|