REENCUENTRO
Después de treinta años sin vernos, imprevistamente tropecé con Romina. En un bar céntrico, celebramos el encuentro con una ronda de café que nos dio ocasión para refrescar recuerdos y actualizar nuestras respectivas historias. Ella, alta funcionaria gubernativa. Yo, a punto de jubilarme como reportero gráfico del diario local. Condicionado por mi profesión, mientras conversábamos, le saqué varias fotografías.
--¡No lo hagas…! --me pidió. ¡Salgo muy mal en las fotos, con las arrugas y estos ojos de vaca que tengo ahora…!
--¡Ya verás que no es así…!, la tranquilicé, seguro de que la magia del retoque digital y mis habilidades con la computadora podrían sacarme bien librado del duro compromiso que había asumido inconcientemente.
En una fría valoración de mi trabajo, creo que lo logré. Corrigiendo bordes por aquí, suavizando sombras por allá, agregando luces y coloretes –con prudencia, para no ofender—conseguí devolverle al alicaído pajarillo algunos nostalgiosos reflejos de las galas que me encandilaron en tiempos tan lejanos.
En el mismo bar, días después, le entregué a Romina las copias impresas de las fotografías.
Las miró largamente, mientras su carita de ratón se iba desdibujando a influjos de un torbellino de pensamientos encontrados. Al fin, dejó caer los brillantes papeles sobre la mesa y, con gesto de abandono definitivo, me dijo entre reprimidos sollozos:
--¡Siento que sigues siendo el mismo mentiroso de siempre...! ¡Igual…! ¡Igualito que antes…!
Y se marchó, perdiéndose entre la multitud que circulaba por la calle…
La dejé ir y no he vuelto a verla. Esa noche, analizando los retratos en mi departamento de soltero, también lloré. ¡Por ella y por mí…!
¡Comprendí que el Photoshop no puede reparar las heridas del alma!
VICTOR DEL VAL
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