DYADA Y AKERONTE
Martinica y Jamasaín padecían de sobrepeso desde la adolescencia y eran hermanos de la misma madre, con distinto tipo de sangre. Ella era A positivo y él O negativo. Ella tenía caries y él usaba bastón. Jamasaín era un sujeto taimado que, al llegar a la panadería pedía, como todos los días, un pitillo para beber su vaso de leche acompañado con una galletita dulce, de esas con forma de mariposa. Martinica era una mujer brillante, de maneras sutiles, que trabajaba de sol a sol como mesera de mi panadería.
En La Goma las meseras siempre debían llevar uniforme para evitar prendas escandalosas que pudiesen afectar las ventas del local. Pero el de Martinica era especialmente corto. Cada vez que se agachaba para sacar una bolsa de leche de la nevera, Jamasaín, el taimado, se estremecía como la masa de pan dentro de las manos del panadero. El rojo sudoroso de su rostro lo delataba. Sus manos humedecidas dejaban sus impresiones sobre el vaso de leche, los vidrios de las mesas y los respaldos de las sillas. Resoplaba como un rinoceronte embravecido y las fosas nasales le temblaban con fuertes espasmos intermitentes que duraban unos cuantos segundos. Cuando Martinica lo veía en tan fuerte perturbación, y para evitar un desenlace funesto, se le acercaba con docilidad, le tomaba la temperatura con la palma de su mano, apoyándola sobre aquella frente grasienta y luego le traía más leche fría.
Esta espeluznante escena se repetía todos los martes y sábados como una obscena letanía. Ese sábado pillé al mocoso precoz hurtando bolsas de leche del camión de Feliciano. Recibió como escarmiento un profundo mordisco del gozque que se encontraba dormitando a los pies de Jamasaín, el taimado. Tan jocoso suceso me hizo pensar que en esta navidad yo recibiría un carbón como regalo. Mientras me fumaba un peche en la puerta de La Goma, Martinica se me acercó llorando y me lo contó todo a bocajarro: ¡se acostaba con su hermano! Pero este hecho tan impactante, por lo grotesco, no era lo que la hacía llorar a mares. Con voz entrecortada, como deseando expurgar nefastos demonios de su mente, me reveló que ella y Jamasaín, el taimado, tiraban en mi panadería.
-¡Que Dios me queme en su fuego eterno y me crucifique si no digo la verdad!
No sabía si lo que sentía en mi interior era el amargo sabor de la traición o si era, tal vez, el punzante dolor que anunciaba el fin de mi panadería.
La tomé fuertemente del cuello de la camisa del uniforme, aborreciéndola por aquel acto tan ruin, pero lo peor es que esto no era todo, porque ustedes no saben y no habrían de saberlo, pero Jamasaín, el taimado, eyaculaba sobre la masa de pan lista para hornear. Un nuevo dolor, más intenso que el anterior, atravesó mi pecho, lanzándome hacia el vano de la puerta de entrada de La Goma. Prendí otro peche y con la primera calada me ahogué y tosí hasta escupir ese asqueroso sentimiento. Martinica no paraba de hablar, pero yo no la escuchaba por la tos, o tal vez porque no la quería escuchar. Al recuperarme, ella estaba enfrente de mí con un tinto cargado y el libro de cuentas y balances. Martinica gesticulaba vigorosamente tratando de explicarme algo que en principio no comprendía. Afirmaba cosas como que la clientela había aumentado y que los ingresos habían roto todas las marcas. ¡Y era verdad! Ella se lo atribuía todo a su hermano Jamasaín, el taimado.
Tuve que comprobarlo con mis propios ojos. En el horno, el pan crecía de manera voluptuosa, hinchándose ante mi incredulidad. Los pasabocas del mostrador se exhibían lascivos ante la mirada perversa de varios clientes que denotaban el ardiente deseo de tenerlos en sus bocas. Al fondo, en una de las mesas, una joven con un embarazo a punto de parir, mordisqueaba un roscón de arequipe con tanto erotismo que al final parecía tener un orgasmo extenuante. Todos los que entraban a La Goma pedían un pan tras otro, juntándose frente al mostrador en una orgía de manos y bocas que deliraba por las delicias de mi panadería, mientras Jamasaín, el taimado, tomaba otro vaso de leche.
Era cierto...
Hice un trato con Martinica. Permití que Jamasaín, el taimado, tomara cuanta leche quisiera y que se comiera tantos dulces y galletitas le apetecieran con tal de mantener su rentable vigorosidad para perpetuar así el éxito de mi panadería. |