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Amelia era una joven que vivía en una aldea en las montañas. Había nacido una noche de luna llena. Los doctores que atendieron a su madre le dijeron que el bebé no sobreviviría, pues era demasiado débil y apenas podía respirar. Esa noche, su padre, presa de la desesperación, acudió al Templo de la Luna a pedir por su hija. Toda la noche la pasó de rodillas frente a la imagen de la Luna y finalmente al amanecer, el templo se llenó de una luz blanca y la Luna bajó del cielo. Su padre, esperanzado, le pidió que dejase vivir a su hija, sin importar el precio a pagar. La Luna, meditando su petición accedió y le dijo que viviría con una condición: que fuera hija suya, hija de la Luna. Su padre, al ver la vida de su pequeña asegurada aceptó. En ese momento, la piel morena de la bebé se volvió pálida, su cabello se volvió blanco y sus ojos se volvieron grises.

Pasaron los años y Amelia creció como cualquier otra niña, crecía feliz mientras sus padres la veían, compartiendo su vida y su alegría. Todos los días al amanecer, Amelia iba al Templo de la Luna para buscar a su madre en el cielo, antes de que el Sol la ocultara con su luz. Un día cuando bajaba del templo, tropezó con un muchacho. El chico se llamaba Darius, tenía la piel morena, cabellos cobrizos y ojos dorados. Era el hijo del Sol. Cuando se vieron, no pudieron mas que ceder a las órdenes irracionales que les dictaban sus corazones y se enamoraron. Todos los días al atardecer, subían a una de las montañas más altas, donde se abrazaban sin decir una sola palabra, escuchando los susurros de sus corazones y las caricias de sus almas.

El tiempo, ajeno a cualquier situación pasó. Pero con cada día que pasaba, Darius y Amelia sentían que algo se avecinaba, pero no podían decir con exactitud lo que era. En cambio, la Luna y el Sol lo sabían bien y miraban con tristeza a sus hijos. Cada vez más era el miedo que sentían Amelia y Darius, como si fueran a separarse, hasta que un día sus temores se vieron confirmados. Una noche, mientras Darius y Amelia estaban en las montañas, la Luna brilló con una intensidad insólita y al llegar la hora del amanecer se fue lentamente, como si no quisiera que llegara un nuevo día, pero cual sería la sorpresa de ambos jóvenes cuando vieron que el Sol no salía de su hogar entre las montañas. Fue un día cubierto de obscuridad y cuando llegó el tiempo de la noche, la Luna no salió a alumbrar la vida de las personas. Darius comprendió inmediatamente de que se trataba, pues sentía que una parte de él se debilitaba, pero con la muerte del sol, esa sensación había desaparecido por completo y la había reemplazado una extraña fuerza luminosa. Cuando Amelia lo supo no podía creerlo, pero aún así fue con Darius al Templo del Sol. Los hijos de los astros celestes se miraron largamente a los ojos, hasta que al despuntar el nuevo amanecer, las lágrimas afloraron a los ojos de Amelia y corrieron libremente por el rostro de Darius, quien comenzaba a brillar con la luminosidad de su padre. Llegado el momento de separarse, Darius tomó en sus brazos a Amelia y la besó tiernamente en los labios. El joven Sol subió lentamente al cielo, donde lo esperaba la Luna para darle su lugar en el firmamento. El día transcurrió sin mas para el resto de las personas, pero para Amelia, el ver el Sol fue demasiado doloroso, pues su amor estaba en el firmamento, lejos de ella. La Luna, al ver a su hija tan desconsolada le hizo un regalo del que Amelia nunca supo. Esa tarde, cuando el Sol se ocultó, Amelia lloró toda la noche, sin embargo, no se dio cuenta que su lágrimas eran diamantes que subían al cielo, dándole forma a las estrellas que acompañarían a Darius con el tiempo hasta que Amelia pudiera reemplazar a su madre, y son esos diamantes de tristeza y amor los que hoy en las noches les hacen guiños a los enamorados.

Texto agregado el 08-12-2008, y leído por 533 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
09-12-2008 bonito y bien escrito erio
08-12-2008 Che, muy bueno tu cuento; raya con la leyenda, no? Me gustó el final, sobre todo. juan_lespaul
 
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