LA NIÑA DE LOS BANANOS
Caía una lluvia torrencial, entre tanto ruido y frio ella no dimensionaba lo que pasaría. Arreciaba la tormenta y bajo el escudo de su techo se sentía protegida.
Fue cuestión de segundos, momentos efímeros que habían de derruir 10 años de inocente existencia. Fue un lapso funesto en el que la naturaleza fusionaba a la lluvia con la tierra, generando una fuerza descomunal que avanzaba hacia su hogar, derribando la estructura que antes se creía imperturbable…
Como su ser y sus sueños.
De repente el suelo devoró su cuerpo, su madre se alejó de su calor, todavía tangible, y quedó atrapada lejos de cualquier posibilidad de rescatar a su hija. Su hermano, 10 años mayor, tenía algunas heridas pero se encontraba a salvo.
La nube negra fue desapareciendo del firmamento, la lluvia cesó y la tierra se detuvo.
Empezó a acercarse la gente. Algunos con espíritu altruista, otros para saciar la inexplicable necesidad del ser humano por presenciar el dolor ajeno.
Bomberos, Policías, Personas de la Defensa Civil y algunos más se encontraban sobre el yermo y desahuciado lugar, aquel que antes fuera su hogar. Con esfuerzo lograron encontrar a su madre con vida.
¿Y ella?
Ella lanzaba gritos desesperados cual clamor de quien desea vivir, aun le faltaba comprender el sentido de la vida, necesitaba aprender algo mas que sumar y restar; su sonrisa se apagaba y no sabía porqué; arbitraria suerte que te tocó vivir, oh amada princesa!
El peso de la tierra predominaba sobre su cuerpo inerme y marchito. Su corazón enviaba los quizás últimos movimientos, agotaba todos sus recursos: Sístole y Diástole eran un solo movimiento, la lucha entre la vida y la muerte.
No tuvo tiempo de recordar sus juegos favoritos, su muñeca articulada, los amigos, la bicicleta que nunca llegaría. Ahora correr y esconderse, sonreír y alegrar a los demás ya no sería su prioridad, estos segundos (eternos) significaban lo más preciado de su existencia.
El corazón no daba abasto, los pulmones se dieron por vencidos, el oxigeno ausente, el calor desvanecido, la sangre presionaba hasta mas no poder.
Ganó la muerte.
Un triunfo más para aquella enigmática y repudiada sensación de no existencia.
Mientras tanto; afuera, con el alma partida en dos, albergaba la esperanza que volvería a ver sus movimientos, que correríamos por los pasillos y bosques, que arrancaríamos frutos que jamás comeríamos.
Que le contaría cuentos e historias de los grandes, que para ella eran muy graciosas y absurdas. En realidad lo eran.
- Que rico que usted fuera un niño para jugar todo el tiempo!. Solía decirme. Yo, con especial afecto y sin poder responder a su inesperada petición, solía darle un abrazo y un besar su frente. Mi silencio era suficiente. Después de todo, no era tan ingenua, era más sabia que cualquier adulto, lo demostraba con la simplicidad con que vivía su vida.
Dos o tres horas después de incesante búsqueda, alguien gritó: ¡Una Camilla por favor!
Un escalofrío invadió mi ser. Esta viva, pensé.
Pero una vez mas la intuición me traicionó.
Alguien gritó: ¡Una sábana por favor!, y con ese gritó sentí una puñalada desoladora al lazo afectivo que a los dos nos unía.
Murió.
La negación de aquel suceso se convirtió en una escapatoria parcial al dolor que sentía, pero sucedió lo inevitable, ya nada, absolutamente nada se podía hacer.
No tardarían en hacer el levantamiento. La policía rodeó el lugar y no dejó pasar a nadie. Yo permanecía estático a cinco metros de distancia, mientras observaba a un reportero que tomaba fotos al cuerpo, lo que hacía más profunda mi herida. Tomé aire y dentro de mí saqué el poco valor que aun conservaba para gritar:
- No tome más fotos, respete la tragedia y el dolor ajeno. Me sentí respaldado por la comunidad y la presión alejó al ilustre profesional.
Su cuerpo fue levantado y llevado a medicina legal.
Empezaba a irse la gente, un silencio abismal se apoderó del lugar, al fondo los perros aullaban como si estuvieran pregonando la tragedia. Solo quedaban los familiares, algunos vecinos y amigos cercanos y uno que otro curioso.
Con menos gente y ad portas de la media noche, yo contemplaba aquella montaña de escombros.
Alguien que no conozco hablaba con una vecina:
- Ella era la niña de los bananos.
Pero yo les puedo asegurar que ella era más que eso.
HERICUENTO
Dedicado a la Memoria de Angie Viviana Galeano Otavo (Julio 12 1998- Diciembre 2 2008).
|