Solo habiendo estado ausente,
es posible que haya regresado.
Sin proponérmelo me he tropezado escarbando otra vez entre mis viejas notas. Ignorando mi pésimo estado de salud he abandonado el sol y el aire puro por los manuscritos de mi biblioteca, y con temor me he sentado a revisar el pasado. Temo mucho, es la verdad, que indagando en lo vedado active algún antiguo hechizo que me estalle en la cara, sin embargo asumo con osadía infantil cualquier riesgo.
He descorrido los seguros de las portezuelas que los guardan, y mi vista ha caído sobre los libros como luz que profana una tumba por siglos sellada. Respiro profundamente, en un atrevido asalto a mis pulmones trago a grandes sorbos el olor divino que se ha desparramado por la habitación, y la primera impresión que tengo es de abandono. Pero los libros van cediendo; como crisálidas que dormían enjutas, han ido despertando poco a poco sin esquivez al tacto tibio de mis manos, mientras yo como niña que prueba infinidad dulces, los arranco de aquel escondite mugriento y los voy probando uno tras otro, tratando de redescubrir su sabor olvidado. Allí, también hojas sueltas, cuadernos, documentos inconclusos, libretas, pliegos endemoniados donde antes bailaran mis garabatos bajo el sortilegio de mi desespero. Los miro con tristeza, cuánto ha que no nos tocamos, que no nos olemos, tiempo ha pasado desde la última vez en que borracha de tinta le hiciera apasionadamente el amor al papel.
Divagando estoy cuando de pronto empiezo a sospechar del dolor. Empiezo a darme cuenta que no se trata de fotografías a blanco y negro que saco de un baúl, y a las que luego de reír y llorar un poco regreso nuevamente a su sitio. No se trata de un arco iris que aparece tras un aguacero. Se trata del dolor. Por eso, como si se hubiera roto el encanto de la curiosidad, voy cayendo presa del temor a medida que releo las entrecortadas líneas de mis deseos de antaño, y esta vez, en lugar de tomar mis manuscritos tan dulcemente como al principio, me precavo de tocarlos con el cuidado de quien limpia una planta hermosa y maligna que mantiene con vida en la penumbra.
Cómo he llegado hasta aquí, y porqué, me pregunto, he desviado mi camino para regresar a las sombras.
La habitación está curtida de polvo, todo cuanto aquí reposa, aún los cuadernos mejor guardados, ha sido cubierto por la nieve gris que se mete por las comisuras de las puertas, las ventanas y los armarios. Todo refleja el latigazo del tiempo inmisericorde, todo, incluyéndome, pues con dolor descubro que soy otro mueble gastado, quebrado y sucio, que he despreciado y echado al lugar de lo indeseable bajo formas distintas.
Porqué volví, qué me trajo de vuelta. Tanteo en mi memoria y voy desechando las ideas que no me convencen. - ¡Tal vez el amor! - murmuraron sibilantes las tintas, y el rumor escapó vertiginosamente como una presencia invisible que corriera de uno a otro lado de la habitación y luego desapareciera. - ¡Tal vez el vacío! – y un escalofrío me consumió.
- ¡Es tan horrible tu soledad! – ulularon las tintas - ¡Estás tan sola! -. Veo
las tintas por todo el lugar y me parecen pozos negros, pozos oscuros y profundos de un país maldito del que los fantasmas que lo habitan me llaman desde los sueños y me tocan.
Los objetos en el cuarto conservan perfectamente sus formas. Nada, según mi costumbre, se ha movido de su puesto o ha cambiado de color, sin embargo me siento extraña, agitada por algo que no alcanzo a comprender, algo sucede. Me detengo un momento en medio del espanto y pienso que tal vez tengan razón, las tintas. - ¡El vacío! ¡El amor! – y su voz se pierde en un chasquido a mis espaldas entre las altas resmas. De todos modos, pienso, no hay cómo negar que cuanto mora en el universo es terriblemente absurdo. No solo la corriente humana, sino todo lo que Es, gira alrededor de un centro indefinido e infinito, para mí angustioso, que hace que la vida y unidad del reino carezca de sentido y por tanto, que todas las manifestaciones de las líneas y diagramas de la existencia las vea yo absolutamente ridículas. Algo sucede, el temor desaparece aunque el dolor aumenta. Es la tierra oscura que me reclama, es mi sangre que me muestra el fracaso de la belleza y la sonrisa en que he pretendido vivir estos últimos años. - ¡Regresa a donde perteneces! – me susurra un viento negro - ¡Regresa! -. Una última negación me hace creer que acaso sea un mal sueño, pero una breve mirada a mi vida sin conquistas me acusa, y me revela la verdadera pesadilla.
Cansada mi cabeza cae sobre el espaldar de la silla mientras pienso en el océano. Una música estupenda sube desde la profundidad.
Mayo 9 – 2004
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