Hoy, a pesar de los que están a mi lado, estoy en realidad solo. Tantos iguales a mí: carátula, hojas y letras, muchas letras. ¿Igualdad? En apariencia: desgastada y sucia, porque lo que reproduce cada línea es diferente.
Mucho más diferente desde que posaste tus ojos en mi nombre y, con todas tus dudas, me tomaste en tus manos.
Aún lo recuerdo, siempre ibas a la biblioteca y nunca leías los libros, los mirabas y los valorabas por su título y su autor. Hasta aquella mañana en la que por tu iniciativa –solo sabe Dios si propia o infundida, con amor o aventura- me atrapaste con tu mirada profunda, pero ingenua y cándida, y después de titubear por dos o tres segundos amigos del infinito extendiste tu brazo, fraterno, caliente y tembloroso, para con tu palma de ángel apoderarte de mí, tu primer libro.
Cuando las páginas se abrieron y tu índice se deslizaba por mi pensamiento, como alud de verano, (y tú observabas mis frases; y yo miraba tus ojos) nuestras almas danzaban como la coreografía perfecta del vals de El Lago de los Cisnes, en armonías de ceda y plumas. Así, llegó la noche y el baile terminó físicamente, porque –estoy convencido- mentalmente seguíamos valsando. No importa que yo (el libro) y tú (la lectora) estuviéramos inmóviles, bailaban nuestras almas.
Así pasaron todos los domingos siguientes. Desde las tres hasta las seis, hora fatal. Yo sembrado en la biblioteca y tú en mis páginas en blanco. Era muy feliz; recuerdo que Strauss nos acompañaba cada vez que podía (permanece ocupado); el paraíso, esperado por todos, nos buscaba en la semana y en esas tres horas, amigas del instante, nos seducía con aromas y variedad.
No sé si tus ojos se cansaron o si mi interior era ilegible. Lo que sé, mas no entiendo, es que un Domingo no fueron tres sino una hora, eterna como el infierno, en la que estuvimos juntos. Simplemente juntos, hasta –lamento decirlo- inmundamente juntos. No leías. No miraba. No estábamos allá, donde nos encontrábamos; por desgracia acá, en la suciedad.
Desde aquel domingo no vuelves y, desde ese mismo Domingo, te espero. No me creo capaz de mentir al decir que te espero igual; ya voy más seguido a bañarme en el lago de la inquina de la biblioteca, ya no encuentro el de la esperanza. Pero te espero, no a ti sino a tus explicaciones.
Ahora quiero saber ¿Quién y por qué me escribió? ¿Quién y por qué permitió que me leyeras? ¿Qué es lo que está escrito en mis páginas? ¿Qué falta por escribir? ¿Por qué soy un simple libro?
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