Ocurrió una tarde calurosa de las tantas que ha tenido y tendrá el trópico. Estaba sin camisa y jugaba con mis compañeros en el jardín de una de las casas del vecindario. Y nuestro planeta tendría que rotar unas cuantas veces más sobre su eje para que llegara a completar mis once años. Sin embargo, tenía ya casi todas las herramientas que posee un hombre, excepto, un sexto sentido evaluativo.
Por eso, no sé porqué fuí escogido por élla para hacerle un mandado. Muy cierto es que mi discernimiento actual no haya encontrado especialidad alguna en su selección, pero a aquel niño lo estremeció la forma en que fue premiada su acción. Sorprendentemente se marchó lejos y para siempre antes de que yo tuviera los quince, llevándose la posibilidad de que pudiera objetivamente aquilatar sus posibles encantos.
Su nombre ahora es irrelevante, pero no el conflicto que dejó al despertar una sensación que puedo justificar pero no explicar. ¿ Qué percibió un niño antes, que ahora el hombre está imposibilitado de ponderar? ¿ Tuvo razón alguna su explosiva emoción? Las preguntas están planteadas, pero sus respuestas ni por uno de los fenómenos que a veces se dan, asoman en el horizonte de mi subconsciente.
La recuerdo sentada al frente de una casa contígua y al centro de un grupo de amigas, riéndose estruendósamente y de vez en cuando, bajando el tono de la conversación a un nivel de confidencialidad. En mi distante apreciación relativa, eran mujeres. Mujeres, que ahora comprendo, murmuraban y hacían objetos de burla a cuantos pasaban. En cambio, mi mundo era otro: jugar.
Reaccioné al timbre de una voz que unía las sílabas, a las que fuí educado para responder. Presté toda mi atención y lo que siguió fue una orden: “búscame un ‘Salem’ en la pulpería”. Lo traje y al entregárselo, fue como si mi presencia hubiera disparado un obturador, que contrariamente, cerró las bocas que reían y cantaban, para convertirse en ojos y mirar. Me sentí circunspecto cuando en vez del ‘gracias’, recibí su beso.
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