El campo de batalla había quedado desolado, salpicado de cadáveres y moribundos que tan solo esperaban el momento de que todo les dejase de doler, esperando entrar en un sueño eterno que les librase de aquel sufrimiento. Ya, las banderas no tenían ningún significado, no había color que diferenciase a los cuerpos que yacían entre corceles abatidos y hogueras humeantes, solo un color cubría la vasta llanura: el rojo de la sangre, aquel que nos hace a todos de la misma condición.
El viejo guerrero todavía no se había rendido, quería sentir un poco mas el embriagador aroma del viento que soplaba desde las montañas trayendo consigo los innumerables sabores del bosque, quería ver como el sol se le colaba entre los entrecerrados parpados para arañarle por última vez esos brillantes ojos azules. Solo deseaba vivir algo más, porque ahora, apreciaba de verdad cada sensación, cada movimiento de sus músculos, incluso se aferraba a aquel dolor en el pecho que sabia que era lo que le mantenía vivo y al mismo tiempo, le mataba.
Ansiaba recordar a su anciana esposa que sabia estaría esperando su regreso con la minima esperanza y a su vez lamentaba haberla decepcionado, quería sentirse orgulloso por última vez de su hijo, que no sabia si descansaba a unos metros de él o volvía a casa para ocuparse del que sería su único nieto.
Pero sabía que eso no iba a ser posible, pues estaba demasiado cansado como para poder dar medio paso. Solo le quedaba el calido tacto del sol en la nuca y la fuerza como para poder aferrarse a su espada por última vez. El viejo guerrero había aceptado que aquel iba a ser el último escenario de su vida, rodeado de cientos de soldados como él, cuyos nombres caerían en el olvido en muy pocas generaciones; aunque nada de eso importaba, ya que el único deseo del viejo soldado era poder seguir percibiendo los matices de este mundo. Se esforzaba en mantenerse vivo porque por una vez en su vida sabía apreciar todo lo que le rodeaba.
Una nube se deslizo entre el sol y el anciano y un frío golpe de viento agitó el sucio pelo que le tapaba el rostro al viejo, que tendido de lado había cerrado los ojos por fin, dejando resbalar por su mejilla una inocente lagrima que se hacia paso entre la sangre seca y la roña, como si de una metáfora se tratase. Como si esa lagrima fuese el verdadero sentimiento que perfora el dolor de un mundo cruel.
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