Allí estaba ella. Parada frente a mí, vestida de negro. Su cara de calavera y su guadaña me permitieron reconocerla. Por eso supuse que era un sueño. Se parecía a La Muerte de las historias y los poemas.
Por eso mismo, creyendo que soñaba, no le tuve miedo. Me reí de ella: “Te equivocaste” “Es en la casa del vecino” “Vete”
“Tú te equivocaste” respondió, sonriendo. “Vine por ti” “Porque ya tienes siete años, y debes saber que vendré algún día a buscarte”. “Y te doy un consejo” dijo, volviendo a sonreír. “Olvídate de mi, y vive” “Nunca sabrás cuando vendré” “Tal vez no me vaya sin ti, ahora”
No me desperté, porque no estaba soñando. Ella se fue, y me dejó con mi vida.
Vivo sin recordarla, pero siempre tengo presente su sonrisa de calavera, esa sonrisa de ojos negros y profundos con la que me enseñó a vivir, instante por instante. Y cuando la recuerdo, sonrío, seguro de que volverá.
Y si llegas a leer esto, es que aun no volvió. O tal vez volvió, luego de subirlo a Internet, justo despues. Pero tú si estás vivo. Todavía. Vive.
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