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Dedicado -con amor- a todos los cuenteros de este Planeta Azul. En especial, a aquéllos que han acompañado a Inocencia en su barca de oro y plata.
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A nuestro barrió llegó una pareja de inmigrantes españoles. Él, por su manera de hablar y mandar, nos pareció arrogante y severo. Ella, la esposa del español, era una mujer con una gran dulzura en sus ojos pardos donde se podía leer su pensamiento por lo transparente de su mirada. Tenían dos hijos: el mayor llamado Patricio y una niña de nombre Marina.


Durante mucho tiempo, Inocencia y sus amigos del barrio llegamos a imaginar que la esposa del español sólo se llamaba la “Señora Juanita” y que no tenía apellidos. Después, cuando Patricio se hizo amigo nuestro, nos enteramos de que ellos, al igual que todos los que allí vivíamos, tenían sus apellidos. Ese chico repetía con un orgullo, desmedido, su nombre completo; lo decía con tal fuerza que se convirtió en el chiste de los niños del barrio durante un tiempo. Era como si repitiendo sus nombres y apellidos, quisiera reafirmar su procedencia.


La señora Juanita llegó a convertirse en la amiga mayor de Inocencia y adoraba tanto la navidad como el padre de ésta. Cuando se acercaba esa época, la señora Juanita decoraba su casa con motivos navideños tan encantadores que parecía extraída de uno de esos cuentos que nos narraba el padre de Inocencia. Su mesa navideña era la atracción del barrio. Ese día, la vestía con los manteles españoles traídos desde su tierra. Compraba muchos dulces de diferentes tamaños y colores. Colocaba sobre la gran mesa almendras, avellanas, nueces y otros frutos secos. Alrededor de la mesa, se dejaban unos espacios; allí, nos iban sirviendo la cena navideña a los niños que llegábamos de visita a su casa.


La noche de navidad, obligatoriamente, teníamos que comer una sopa que llamaban “fabada”, preparada por la propia señora Juanita. Ese día, única y exclusivamente ese día, nos permitían beber una copa de sidra. Esa bebida era el tema de conversación -los días previos a la navidad- de Patricio. Ese muchacho hablaba tanto de la sidra que todos sus amiguitos esperábamos, ansiosos, ese acontecimiento. Sin embargo, desde la primera vez que la tomamos, no nos gustó, pero bebíamos siempre la copa de ese licor con tal regocijo que él nunca se enteró de que, en verdad, no la disfrutábamos.


El árbol de navidad del papá de Inocencia y la mesa de la señora Juanita formaron parte importante del patrimonio espiritual de Inocencia y de nosotros - sus fieles amigos del barrio. Cuando José, su padre, se fue de la casa, ya no éramos niños, tendríamos un promedio de unos veinte años. Inocencia se encargó de que esa magia, heredada de su padre, permaneciera en cada uno de los que formábamos su pandilla. Por ello, cuando eso ocurrió, ella organizaba la fiesta navideña de forma colectiva para que así sucediera.


A partir del primero de diciembre de cada año, Inocencia y nosotros seguíamos el mismo ritual que su padre nos enseñó: colocábamos ramas de pino artificial (en nuestra región, no se dan los pinos) en cada uno de los marcos de las puertas de nuestros hogares y alrededor de algunas columnas de nuestras casas; adornábamos las paredes, puertas y mesas con motivos alusivos a la navidad. Entre todos decorábamos el árbol de navidad que el papá de Inocencia había fabricado y que seguía colocándose frente a la casa de ella. Sin embargo, la locura para esa época lo constituía la compra de los dulces con envoltorios de todos colores que guardábamos en una bolsa hasta la víspera de la navidad.


En la víspera de la navidad, entre todas las familias que integraban sus amigos del barrio, comprábamos los ingredientes con los cuales se preparaba la cena navideña. Todos colaborábamos en la elaboración de ésta y se servía en el gran patio de la casa de Inocencia. Uníamos varias mesas y sillas que traíamos de nuestros hogares. Vestíamos las mesas de gala, no con los manteles traídos por la señora Juanita de su tierra natal, ya que no eran suficientes para tantas mesas, pero sí con los confeccionados por ella misma; así, todos nos sentábamos - al mismo tiempo - a compartir la cena navideña.


Cuando poníamos la gran mesa, que todos aprendimos a llamar la mesa de la señora Juanita, dejábamos libre los espacios donde se colocaba la vajilla para servir la comida y situábamos los dulces en el centro. Inocencia nunca perdió su espíritu de niña y al empezar a hacer esto último, exclamaba:
-¡Vamos a atrapar luceros! ¡Atrapemos muchos luceros!, repetía.
Atrapar luceros era una especie de competencia que hacíamos para ver quién agarraba mas dulces envueltos en papeles dorados y plateados. A ojos cerrados, introducíamos las manos en la bolsa de los dulces y agarrábamos la cantidad que cupiera en nuestras manos.


Una vez, al abrir nuestros ojos, observamos que Inocencia seguía con sus manos dentro de la bolsa. Sus dedos, en caricia con los envoltorios de los dulces seguían en contacto con las golosinas, mientras su rostro semejaba un lucero en el cielo antes del amanecer. Era como si en toda ella se conjugaran los planetas con la luna para brindarnos un paisaje cósmico que bañaba nuestros corazones y arropaba nuestras esencias. Por un momento, quedamos extasiados ante aquella bella transfiguración que nos permitió contemplar su alma radiante. En ese momento, Inocencia semejaba una barca iluminada navegando bajo un cielo pletórico de estrellas, y todo cuanto nos rodeaba parecía pequeñito ante tan mágico espectáculo; toda ella era la recreación de una fuente encantada desbordando su belleza interior, y pudimos visualizar su bondad y espiritualidad en armonía con la naturaleza. Esa vez, supimos que en realidad, Inocencia si atrapabas los luceros y ellos anidaron siempre en su corazón


Inocencia, incansable y decidida, les transmitió a los niños más pequeños su creencia sobre el Niño Jesús. Al principio, cuando los chicos todavía creían en el Niño Jesús sobrenatural, los regalos no se colocaban debajo del árbol. En la tarde de la víspera de la navidad, los amigos de Inocencia y ella nos encargábamos de meterlos en una de las habitaciones de la casa de Inocencia. Ella les decía a los pequeños que el Niño Jesús llegaba después de la cena; y se sabía de su llegada, por un gran ruido que se sentía -de repente- y que había que estar pendiente de éste. Siempre cenábamos antes de la media noche, sin embargo, los más pequeñitos empezaban a decir, desde muy temprano, que tenían hambre, sólo para que comiéramos lo antes posible por su ilusión de recibir sus regalos. Después de la cena, entre todos recogíamos la mesa, lavábamos los platos y nos sentábamos a esperar que el ruido que anunciaba la llegada del Niño Jesús, se escuchara.


Una noche de navidad ocurrió algo bien hermoso. A todos, excepto a los niños, se nos había olvidado lo del ruido antes de la llegada del Niño Jesús. Uno de los chicos más pequeños dijo, de pronto:
- ¡Escuché el ruido! ¡Escuché el ruido! Mientras su rostro palidecía de emoción.
Los más grandes pretendimos que no sabíamos dónde estaban los regalos. Buscamos, por todos los rincones de la casa, los esperados obsequios y dejamos de último el sitio donde los escondimos. Después de un rato de dar vueltas, llegamos a la habitación de la mamá de Inocencia. Inocencia encendió la luz de la habitación, y el espectáculo que apareció ante nuestros ojos fue realmente encantador. Inocencia se había encargado de esparcir los regalos por todos lados: en el piso, encima de la cama, en las mesitas de noche, en las sillas y en todos los rincones de la habitación. Cuando la luz se encendió, la recamara quedó toda iluminada. El efecto de los colores del papel con los que estaban envueltos los regalos y las cintas que los cubrían dieron paso a una imagen hechizante: era como si el cielo todo, preciosamente iluminado, hubiese entrado al recinto donde estaban los regalos.


El júbilo se adueñó de nuestros corazones, nuestras esencias vibraban como si una orquesta sinfónica ejecutara una obra musical que destacaba el aspecto lírico y poético de aquella escena, mientras que las flautas y los violines acompañaban, rítmicamente, las pisadas del público asistente. Los regalos y su colorido provocaban una especie de efectos especiales en el rostro y miradas de todos, llegando al punto en el cual la orquesta y todos los que estábamos allí, nos encontramos fundimos en uno solo.


El niño que dijo haber escuchado el ruido miró a todas partes y palideció aún más. Observaba los regalos buscando los de él, pero a la vez no dejaba de mirar a la ventana. Volvía sobre los regalos y de seguida miraba, otra vez, a la ventana. Así, permaneció el rato que le llevó encontrar sus regalos. Más tarde, ya cuando había pasado la efervescencia del momento, nos contó que él había visto una luz que salía por la ventana y que estaba seguro de que esa luz era el Niño Jesús.


Cuando ese niño se hizo hombre, le preguntamos, nuevamente, por esa experiencia y dijo que él seguía pensando que esa luz que vio era el Niño Jesús. Contó, que la emoción que vivió ese día era como si la hubiese vivido el día anterior y que aún conservaba ese recuerdo como uno de los momentos más hermosos de su vida.


Así, el árbol de navidad fue decorado por mucho tiempo e Inocencia mantenía vivo ese recuerdo mientras recordaba a su padre y a su mundo de seres de luz y se alegraba de haberle enseñado a los niños pequeños, un sentimiento tan mágico. Como el árbol se seguía colocando frente a la casa de Inocencia, cualquiera de nosotros lo encendía a las 6 de la tarde al pasar frente a su casa. A las 10 de la noche, se apagaba.


A medida que transcurrió el tiempo, ya no queríamos ayudar a Inocencia a decorar el árbol, ni a nada. Ella siguió decorándolo sola, encendiéndolo y apagándolo.


Una navidad, Inocencia decidió no sacar el árbol. Ese año, el día de navidad, el niño que dijo haber visto al Niño Jesús cuando era muy pequeñito, pasó frente a la casa de Inocencia y se percató de que no había árbol y preguntó:
- ¿Qué pasó? ¿Ya no hay árbol en esta casa?
A lo cual Inocencia respondió:
- No, ya no hay quien encienda el árbol de navidad.


Ante esa respuesta, el niño miró a Inocencia y no pronunció palabras. Luego, nos contó - a los amigos de Inocencia- lo que ella había dicho y describió su tristeza cuando respondió. Nosotros, preocupados por lo narrado por el niño, pasamos por la casa de Inocencia, pero ella se había ido a dormir.


Cuando dieron las doce de la noche, de esa navidad, empezamos a lanzar piedritas a la ventana de la habitación de Inocencia. Ésta se despertó y la abrió. Sus ojos parecían dos estrellas radiantes cuando vio en el patio de su casa el árbol de su papá decorado. Sus amigos habíamos decidido extraer el árbol, el cual se guardaba en un depósito que estaba situado al lado de donde Margarita – su madre – había sembrado sus helechos; lo habíamos decorado y colocado, exactamente, en el lugar donde su padre acostumbraba a hacerlo.


Los adornos del árbol de navidad, cual cristales coloridos de Bohemia parecían más brillantes que nunca. El árbol, todo iluminado del padre de Inocencia, se nos antojaba como arcoíris de esperanzas. Comprendimos que esos colores eran para nosotros símbolos de nuestra eterna amistad y que los ángeles que lo decoraban representaban el amor y la bondad que Inocencia y su padre supieron sembrar en nuestras almas.


El brillo en los ojos de Inocencia nos hizo recordar a la estrella que llevó a los Reyes Magos desde Oriente hasta el pesebre donde nació Jesús. La esperanza reflejada en su mirada fue la reafirmación de que la belleza espiritual de Inocencia era una gran fuerza que emanaba de su ser y que a sus amigos del barrio nos enriquecía y ennoblecía. Su manera de proceder era para nosotros el orden armónico de las cosas; fuente de energía y alegría constante, encanto arrollador. Nos abrazamos todos, pletóricos de gozo, y el niño que una vez dijo haber visto al Niño Jesús, exclamó:
-¡Siempre habrá quien encienda el árbol de navidad!


Texto agregado el 05-12-2008, y leído por 1454 visitantes. (89 votos)


Lectores Opinan
22-01-2013 Hermoso cuento alegórico a la Navidad. Inocencia debió sentirse muy feliz y su corazoncito seguro latía al compás del ruido de los cascabeles del villancico. Me satisace leer tus escritos como el manjar al hambriento. elpinero
03-05-2010 Una auténtica postal navideña con la impagable Inocencia como protagonista. Un texto logrado con magnífico decir y con una pluma que cada día se supera. ***** Catman
30-03-2010 Estila paz tu texto mis5* y besitos NILDA yo_nilda
03-01-2010 Como todos los relatos que he leído de Inocencia este también me gusta mucho, sobre todo el final. Eres una magnifica escritora y mereces mis estrellas********* Un abrazo, Yosep Yosep
12-12-2009 maravilloso, muy de acuerdo con estas fechas, pero algo que marco mi vida, ahora que no esta mi padre, quien era la luz de la navidad, "siempre habrá alguien que encienda el árbol de navidad", y la vida sigue... luzdc
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