Un buen día, al encontrarnos, frunció el entrecejo y sin algodón de azúcar me espetó:
-Ya no escribes nada. Y lo poco que escribes siempre es lo mismo…-
-Puede que tengas razón. Pero sí escribo. Quizás no tanto como antes, es cierto. Es posible que igual el brillo adolescente se haya ido, pero hay otro brillo.-
Y sujetó su taza de café con las dos manos, hasta que le hizo un agujero de tanto mirarla; el café se abrió en dos y pensé por un momento que quizás Moisés había ocupado su espíritu, y el Mar Rojo fue negro de repente, y el agua era una infusión de café, y el azúcar la arena del fondo. Levantó los ojos arqueando las cejas, y mirándome del mismo modo pero sin partirme en dos:
-Tú mismo con tu mecanismo. Pero ya no escribes nada, y lo poco que escribes…-
El resto de la conversación fue trivial, puestas al día de la familia, cómputo de novias y borracheras, conflictos cotidianos que poco aportan salvo esa benefactora sensación de paz, de que seguimos vivos y todo se mueve al compás de nuestros pasos. Malditos humanos, pensé, somos tan simples… Y es ahí en esa simpleza donde radica nuestra complejidad, supongo. Si no tuviéramos caricias cada mañana, tendríamos el anhelo de esas caricias; y sin agua o sin alimento no podemos producir la energía que es la vida, y por eso la adornamos mensualmente con una bonita nómina, por eso afianzamos la sensación de seguridad con una casa, y sin que me diese cuenta, ya se había ido y un cigarro se consumía entre mis labios. Frente a mí su silla vacía y su taza todavía humeante.
Al salir a la calle, el viento y la lluvia me golpearon de aquélla manera tan especial. En realidad, me estaba calando, pero siempre es especial, en mi caso: me hace sentir vivo. Aún latía en mis tímpanos “ya no escribes nada” y el agua corría por mi frente como el Niágara en sus cascadas de roca “siempre es lo mismo” con mis pies empapados sin esquivar los charcos ni los rápidos que finiquitan en las alcantarillas. “Ya no escribes nada” no es más que un recordatorio de que la vida existe para ser vivida, no a través de una nómina, una casa, una comida. No a través de las vidas de otros y de otras, no a través de espejismos que como la economía financiera, al primer atisbo de duda se esfuman. No. La vida está para que la vivamos nosotros mismos. Y nosotras mismas. Está para romper con lo políticamente correcto o para sumirnos en la indolencia más atroz y acabar siendo gusanos anodinos y pusilánimes, si es nuestra elección. Eso es. La vida no es más que la suma de todas nuestras elecciones. Porque si no respiramos con nuestros pulmones, no estamos vivos. Si no amamos la vida y amamos la seguridad, somos nefastos.
Entré de repente en otro bar. Vacío. Y es curioso, porque cuando llueve como llovía aquél día, los bares en Galicia se atiborran de entes que huyen de la humedad. Así que me encaramé a un taburete, enfrenté mi reflejo al otro lado de decenas de botellas polvorientas, y tras la barra apareció el camarero:
-Buenos días.-
-Buenos.-
-¿Vaya tiempo, eh?-
-¿Qué va a ser?
-Un café con leche, gracias.-
-Grumpf.-
Así que saqué una libreta de la mochila que siempre me acompaña, un bolígrafo adornaba la espiral de alambre que, sujetando las hojas, se enroscaba en una hilera de agujeros específicamente dispuestos para tal fin. Y así, pensando en que las libretas deberían venir con bolígrafos incrustados en la espiral de serie, me puse a escribir automáticamente “ya no escribes nada. Ya no escribes nada. Ya no escribes. Ya no nada. Ya escribes…”
El café se evaporó, pagué mi cuenta, y me despedí del simpático camarero, mientras guardaba mis útiles en el lugar de donde habían salido. Efectué un último trayecto hasta mi portal. En la entrada sacudí mis pies fríos para devolverles vida, y de nuevo “ya no escribes nada” su maldita voz volvía ensordecedora. La oyeron mis pies, y dieron media vuelta. La calle estaba mojada. Y cada calle tenía el estigma de la vida vivida: a ella me encomendaron. Y a ella les encomiendo a ustedes.
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