Cuando te vi llegar, mi primera impresión fue de incógnita: ¿quién era aquél joven que con mirada taciturna se acercaba despacio? cuando entraste a la sala no fui la única que te miró. Al parecer, encendía pasiones. Pero tú no veías a nadie. Tal vez sólo a tí mismo.
Ví cómo suspiraste al ver lo festivo del ambiente. Allí, en ese momento, se avecinó un nuevo interrogante: ¿por qué estarás triste? Te miraba tanto y tan absrota estaba en descifrarte, que no noté que era harto evidente que te estaba observando fijamente. Hasta tú lo notaste sin demasiado esfuerzo. Al ver como me asusté al notar tu descubrimiento, sonreíste. Encolerizada de verguenza, corrí hasta la cocina y me puse a distribuir platos para ayudar a repartir a las mesas las comidas. Pero desde ese entonces, no me he podido sacar de la mente la imágen de tu semblante introvertido y tu sonrisa de costado. Esos ojos grandes, disimulados por el flequillo prominente. Ese andar despreocupado, esa mente nubosa. Quien te mira se detiene a reflexionar sobre alguna incógnita, es lo que generas de inmediato.