Antes de perderlo, lo escuché gritar: “¡Mataré a ese bastardo!”. Entonces recordé toda su angustia, todo el dolor con el que me había tocado minutos antes. Mi conciencia estaba conmovida. Quería detenerlo, iba tras mi padre. Pero esos sentimientos me detuvieron... al final, todo su odio pudo más que el amor que yo sentía hacia esa persona.
¿Tenía derecho a matarlo?. Él y yo éramos criaturas imperfectas, nacidas del mismo creador pero bajo circunstancias totalmente diferentes. Nuestras madres tampoco eran las mismas. Él había nacido del dolor y la tristeza, del horrible silencio que reina en el medio del bosque. Yo, en cambio, había nacido de la juventud y la fuerza, de la esperanza que nos hace creer que mañana volveremos a ver el sol… aunque quizá no sea así. Él había sido despreciado. Yo, en cambio, había despreciado mi propia vida. De entre todos nosotros… ¿quién merecía morir?.
Entonces resigné mi voluntad; para mí, todo debía arreglarse entre el creador pecaminoso y la bestia imperfecta. Yo no tenía nada que ver en todo eso. Una vez más, retrocedí despreciándome a mí mismo, como siempre lo había hecho. Desprecié mis sentimientos por mi padre, la compasión que sentía hacia mi hermano, lo desprecié todo... y cuando despuntó el alba, la noche oscura se llevaba consigo los últimos fragmentos de tristeza desparramados en su sangre. La sangre de ambos, que goteaba de mis manos…
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