El dueño del bar apoyó el codo en el mostrador, la mano bajo el mentón, y sirviéndose un líquido ambarino en un vaso, murmuró con un dejo de añoranza:
- Yo he conocido la jarra china. Había que saber pedirle. Y el resultado era maravilloso...- Elevó los ojos, y bebió de su vaso. Miró el fondo, dándole vueltas, comprobó que lo había vaciado y lo dejó sobre el mostrador.- Nada que ver con esto. Nada que ver- pero en seguida se sirvió otro vaso hasta el borde.
- ¿Y cómo era eso?- Un parroquiano acercó su cara para escuchar. Otros se arrimaron.
- Estaba en un almacén de antigüedades. La antigüedad mayor era su dueño, un viejo flaco, encorvado, pelos largos canosos, barba en punta- e hizo el gesto con una mano.- La tenía en un anaquel, guardada con llave, y, según dijo, muy pocas veces la sacaba de allí. Más de un año estuvimos yendo cada semana, gastando dinero en chucherías, hasta que un día la ofreció:
- ¿Qué quieren beber? –preguntó al bajarla hasta la mesa. Descolgó luego un libro pequeño y trajo vasos de cristal oscuro. Parecía una ceremonia iniciática. Nos sentamos alrededor de la mesa. Éramos tres y pedimos por turno. El primero pidió un vino de mesa griego, del siglo II antes de cristo. El anciano hojeó el libro hasta que se detuvo con una sonrisa. Llenó la jarra con agua de la canilla, acercó su boca y leyó una frase en su idioma. Luego sirvió el vaso. Después volvió a repetir el procedimiento con otro pedido, un licor egipcio de la época de las pirámides... Y cuando me tocó a mí, le pedí leche.
- ¿Leche?- Los parroquianos reaccionaron a coro, asombrados.
- Sí, leche de vaca. Y me la sirvió luego de murmurar por lo bajo una oración muy breve, que escuché y aprendí de memoria.
- Vaya pedido… exclamó uno.
- Y lo mejor llegó luego. Buscó una caja, guardó la jarra con mucho cuidado y me la entregó. ¿Ya conoce la frase, verdad?, me preguntó con una sonrisa, que respondí con la cabeza. Luego nos despedimos y nos fuimos. Mis amigos asombrados, ebrios como nunca del licor añejo, y yo, apresurado pues debía abrir el jardín maternal que patrocino con este bar.
Los parroquianos terminaron de beber en silencio y luego se fueron yendo, cada uno a sus cosas. El dueño del bar volvió a mirar su vaso vacío, lo alzó, lo miró al trasluz, y musitó con un dejo de añoranza:
-Podría haberme quedado con alguna otra frase. Para de vez en cuando, aunque más no sea.
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