Había iniciado ese viaje con la intención de olvidar. Olvidar años de discusiones interminables, de eternas peleas donde ella, inevitablemente siempre salía perdiendo. Unas veces el labio partido, otras con un ojo morado y la cara cruzada por un bofetón. Los problemas se incrementaron cuando inició los trámites de divorcio. Una sentencia que no llegaba, órdenes de alejamiento que no se cumplían y la amenaza constante del timbre en la puerta, de la llamada telefónica tras la cual siempre encontraba su voz amenazadora. El viaje en el barco había sido un intento de huída. Disfrutar unas últimas vacaciones para no regresar jamás. Siete días, siete días en los que se había olvidado de él, de las palizas y de todo aquello que le había llevado a embarcarse. Había pedido su liquidación y había reservado una suite en el crucero en que ahora estaba. Siete días de diversión en los que disfrutó placeres que creía olvidados. Mañana a estas horas el barco habrá llegado, sin mí, -pensó-. Apoyada en la baranda de popa se fijó en la estela de espuma que se perdía en la noche y que pronto sería su tumba. ¿Cuánto tardaría en caer? Dos, quizás tres segundos. Un golpe seco contra el agua sería un romántico final. Se inclinó hacia adelante y sintió por un instante el vacío en su estómago. Un momento, un segundo antes de que una fuerte presión en sus tobillos interrumpiera su carrera hacia la muerte. Unos brazos fuertes tiraron de ella para devolverla a la seguridad de la cubierta. No quiso mirar a su salvador. Solamente dijo un imperceptible, “Gracias pero no debería haberme salvado”. Entonces él habló y su voz le sonó familiar, tremendamente familiar. “Lo siento”, -le dijo-. “Siento todo lo que te he hecho pasar, todo lo que te he hecho sufrir. Me enteré de tu viaje y te seguí. Nadie sabe que estoy aquí. He pensado mucho viéndote reír, viéndote sentirte joven y feliz. A partir de ahora, tu vida va a ser distinta. Te lo juro”.
Ella sintió sobre sus labios el cálido beso de él. Hacía años que no la besaba así y supo que, efectivamente, le estaba diciendo la verdad. Su vida iba a cambiar desde ese mismo instante. Le miró a los ojos, apoyado sobre la baranda reconoció que era un hombre apuesto y atractivo. Se acercó a él nuevamente y colocó las manos sobre sus hombros. Solamente le hizo falta un fuerte empujón. Le oyó gritar y vio su cuerpo golpear contra la blanca estela. Miró a su alrededor. Todo seguía igual que antes. No había testigos. Con una sonrisa dibujada en su cara regresó a su camarote.
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