El barrio, el antiguo, la casa, la de la infancia de cuando nosotros éramos infantes. La pérdida en poder del flagelo. De a poco se consolidan los primeros recuerdos. El patio de rosas. Derrota a punta de vara una vez deshecho el “Moralero”, nos pega, y en sus manos, con Cristo en su cuello, se lanza al hartazgo y a la ira. Bataglia, cruel, misántropo, egoísta. Hijo de un militar asesino, de los que en los setenta gustaba de matar “subversivos” (esos que sin hipocresía decían “las fábricas han de ser de quienes las trabajen”, “la tierra ha de ser de quien la trabaje”). Bueno…., él la protegía.
Bataglia nos vigilaba, Emiliano. Pero vos ibas y escribías. No había escritores en esa época. Emiliano vos escribías por la impotencia ¡tanta falta de moral nos representaba ese crucifijo! Escribías porque sabías, que en el futuro el pasado se alaba, como a los militares en casa, porque cuando la memoria se acuerda, hace trampa.
Puente del Inca, el nuevo, la montaña. Te leo Emiliano a diario, frescura, para no olvidarme. O ¿para no recordar mal? No… Gustavo recordaba mal. Comía en sus mesas, como bufón de un rey, las migajas se las daban en las manos, pero cuando tuvo conciencia, se arrepintió de traicionarnos, y se colgó del árbol de moras. Pero nosotros no. Siempre supimos. Las marcas de las varas no eran por comer moras, escribiste Emiliano, eran por criticar la historia. Sus alabados héroes, los veíamos como tiranos: a los Napoleones, a los Colones, a los generales Rauches, a los Rocas, a los Sarmientos con sus faustos; a los Rivadavias, a los Francos, a los Hittleres, y toda esa posteridad de infames que los siguen, por la superioridad, porque se adueñaron de todo el pasado. Trazaron planos sobre tierras ajenas, educaron para beneficios propios, para que los alaben, no para que los critiquen, cosecharon los frutos, que no les gustaron, y los quemaron, y sus herederos heredarían el futuro de todos, escribiste Emiliano. Escribiste y ahora lo sigo leyendo. ¡Y Ella nos pegaba! Trabajador a su trabajo, estudiante a sus libros, mujer a sus platos y marido. Yo lloraba en la casa antigua, la de la infancia Emiliano. Pero vos escribías todo lo que nos callábamos. Bonito vestido, para la fiesta por los doscientos años, en la casa de Antaño, la del mural del alemán, bonito vestido tenían ellas también, lastima ¡Todo afuera y nada adentro! Yo hubiera gritado, entre los viejos pacatos: ¡Viva Arbolito! Sin embargo, en las charlas rebuscadas alcé mi voz cuando, en el discurso adornado y mentiroso los señores levantaron las copas por un asesino, diciendo “estas tierras no tenían usos, estaban desperdiciándose, los indios tuvieron trabajo, es mentira que los echamos, les dimos tierras y araron”, y claro Emiliano, las palabras se me salían por los ojos y se los dije, ahí mismo frente a todos, interrumpiendo, “Claro que les dieron tierras, claro que trabajaron las tierras los indios, ¡Como esclavos de vuestros generales!”. Entonces cuando Joaquín me tapó la boca para evitarme la entrada a la lista negra, vos le pegaste Emiliano, y nos fuimos corriendo de ese pueblo en el que con cristo en el cuello alaban traiciones y asesinatos en nombre de una patria desubicada. Allí las tierras llevaban miles de años con dueños antes de que llegaran con la cruz, la pólvora y el veneno de la incivilización, disfrazado.
Escribiste todo eso para no olvidar. El mundo es mecánico: unos ganan mas hablando que otros trabajando, se necesitan también, hombres que se sientan libres pero, pensar está altamente prohibido, mujer callada que bonita mujer, pero aunque no está escrito Emiliano, si me acuerdo que me cantabas a escondidas esa canción de Amparo: “enséñales lo que vales (…) tus pechos son dos manantiales, en ellos hay dos fusiles blancos y no anuncios comerciales”.
Gustavo nos traicionó en la mesa de Bataglia. Lamiendo mas de las migajas de siempre, como era nuestro hermano, escribiste al final. Ahora que lo pienso contaste la historia con canciones. Somos hoy dos recuerdos lejanos. Hoy, desde que nos obligaron a olvidarnos. Vos bajo tierra por las palabras de aquel hermano, yo acá un poco mas lejos, con las sienes ya un tanto blancas. ¡Cómo nos pegaron! Pero vos, Emiliano, escribiste hasta la tumba, y muchos otros Emilianos te leerán y seguirán las historias, consolidándonos como uno solo. Y tal vez una, o dos veces por siglo, pero apareceremos en muchos otros.
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