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Un suave y simple roce de su piel nacarada fue suficiente para encender mis más hondos e íntimos anhelos, el simple juego inocente de sus dedos, la caricia de su mano sobre mi palma abierta.

Cada uno de sus guiños y travesuras de niño grande que descubre el mundo arrancaba una sonrisa en mis ojos que trasparentaban mi ardiente deseo, el calor de su cuerpo tan cercano, tan próximo y a la vez tan estelarmente lejano era una placentera tortura, una amarga certeza.
Su olor, aquel aroma…

Sus facciones suaves, perfectamente delineadas, su rostro tan indulgente, tan manso, tan extremadamente delicado, recién afeitado.
Aquella cara de niño y sus ojillos traviesos incitaban mi libidinosa imaginación, ahora sólo existía la certeza del deseo, la urgencia de extinguir la pasión más fulgurante, la ternura más profunda, un amor de medianoche sin pasado y sin futuro.
Un instante efímero, el encuentro recóndito en una habitación cualquiera y la profunda necesidad de una unión familiarmente ajena me empujaban hacía él inexorablemente.
Ninguno lo buscó, nadie precipitó los acontecimientos, sólo sucedió, como un acto reflejo, una llamada cuerpo a cuerpo.
Sentí, entonces, el dócil roce de sus labios firmes y herméticos, la avidez de su lengua experta y la certeza de mil contiendas iguales recorrió por una fracción de segundo mis esencias, no había duda ambos habíamos sido tiernamente impíos, razonadamente perversos antes, aunque poco o nada importaba ante la distracción de aquellos dientes en mi cuello, ante las lisonjas de su lengua sobre mi piel y el recreo de sus manos sobre mis muslos.

Golosa mi boca busco la suya, mis dedos se hundieron en su fino pelo y al instante nuestros labios se deshacían en alterados envites. Desafiantes nuestras lenguas se entrelazaban en una alteración, en una danza quimérica.

Mi cuerpo en tensión se le ofrecía, lo incitaba, quería saciar su urgente necesidad.
No quedaba lugar para la razón en aquella imprudencia, en aquel atrevimiento deshonestamente sublime.

Los botones de su camisa caían lentamente bajo mis apremiantes dedos, las mangas de mi vestido abandonaban su lugar, luego sucumbió el cierre de sus pantalones y finalmente la última trinchera, la última defensa cayó.

Nuestra ropa regada por el suelo, la luz tenue de una pequeña habitación y nuestros cuerpos desnudos abrazándose, anudados.
Éramos un nudo trémulo que se deslizaba inquieto sobre las sábanas.

Sujetó mis muñecas y sentí por primera vez su hálito primigenio, allí bajo su cuerpo era tan extraordinariamente frágil y a la vez tan gloriosamente poderosa.

Su boca descendió lentamente por mi cuello, saboreo mis ámbitos de humo, jugueteó con cada frontera, cada perímetro de mi cuerpo. Mordisqueó mis pechos con voracidad, lamió con afanosa ternura cada milímetro de su dermis diáfana y recogió el delicioso fruto de mis pezones erguidos y firmes por el procaz contacto.
Cada recóndito lugar de mi angosta hechura se les descubría, se erizaba con su simple aliento, cada poro, cada esquinita de mi piel lo deseaba.
Su lengua se deslizo ágil y candentemente etérea alrededor de mi ombligo y continuó su lenta y sigilosa caída hacía el centro de mi cuerpo…se recreó en el sabor de mis ingles, besó la piel de mis muslos.
Alzó la vista, me vio, en su mirada ardía cruel la intemperancia.
Su lengua electrizante cayó voraginosa sobre mi palpitante clítoris henchido y ardoroso. Una contracción me recorrió por entero y un respingo se escapó de mi garganta mientras él jugaba inquieto, sus dedos se introducían en mí, se humedecían a cada sacudida, mis gemidos estentóreos ocuparon las longitudes del cuarto.
Una mezcla de placer e impotencia se instalaron en mi ser y sentí restallar todo a mí alrededor.

Luego sucumbió bajo mi peso, pasajero, endeble, frágil. Note la creciente excitación entre sus piernas golpear confusas contra mis nalgas. Mi boca se apoderó de él, lo besó sedienta, avariciosa, voraz, insaciable.

Mis manos acariciaban su erecto miembro y mi boca lo abrazó impetuosa y sosegadamente, succionó su extremo y descendió hacía su base, envolviendo su contorno duro y caliente, mientras mis manos jugueteaban por las cercanías y acariciaban su piel, se hundían entre su vello.

Pronto mi humedad absorbió su miembro, mientras mi cuerpo se movía frenético erigiéndose como una atalaya sobré su pelvis agitada, mis pechos acariciaban su piel en el movimiento delirante y enardecido de aquella danza averna, mis manos asiéndose fuertemente a sus hombros, mientras dos cuerpos se convulsionaban delirantes a caballo entre el placer y lo prohibido.
El compás de una música antigua, añeja, sempiterna me hipnotizó, las imágenes se fundieron en la ausencia y algo primitivo en mí se agitó.
Mis gemidos rasgaron el velo de la noche.

Me empujó suavemente hacía un lado y caí, sólo recuerdo su néctar esencial bañando mi piel, un besó y una figura masculina recortándose sobre la oscuridad de un pasillo.

Texto agregado el 01-12-2008, y leído por 163 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
01-12-2008 bello texto mis 5 estrellas y un abrazo sapoeta
 
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