Vignac los había contratado con ayuda de su experto en hacking y contrabando, casi una semana antes, para que estuvieran listos todo el tiempo. Y no había pensado que iba a tener suerte tan pronto. Sus espías habían seguido al doctor Massei hasta una mansión en las afueras y él mismo iba con el resto del equipo, en caso de que la mujer se escondiera allí. Le informaron que una luz en el ático se había apagado de golpe y luego se encendió en la planta baja. Vignac le ordenó al celular que tratara de comprobar la presencia del blanco.
Igual les quedaba la opción de entrar a la fuerza y revisar cuarto por cuarto. Apostó consigo mismo: si estaba escondida en esa casa, ¿qué haría la pequeña Tarant?
–No puede ser –exclamó Lucas, revolviendo en el cajón del escritorio.
No podía ser que lo hubieran seguido, no podía ser que se atrevieran a meterse en casa ajena, y tampoco que la empresa de seguridad tardara tanto. Depositó sobre la mesa una pistola y un cargador y comenzó a meterle las balas. Lina calculó sus posibilidades. Ni una queja había escapado de sus labios; seguía parada junto a la ventana, frotándose los brazos desnudos, observándolo. Lucas fue hasta un librero donde se ocultaba una escopeta de caza cargada, manía del jardinero. Cuando se volvió a preguntarle si escuchaba algo, notó que había dejado el despacho.
Lina subió ágilmente la escalera, se cubrió con un blazer negro y tomó su bolso. Mientras mantuvieran ese suspenso, si alcanzaba la camioneta, podría huir a campo traviesa.
–No quieres que esto termine con una batalla campal en tu casa... –objetó cuando el doctor la detuvo, ubicándola en el comedor por el tintineo de sus propias llaves.
–¿Crees que se atrevan a invadir mi casa? –repuso Lucas, atónito–. ¡Ni siquiera se muestran!
El primer paso, por supuesto, sería la intimidación, pensaba Vignac absorto en la cinta de pavimento gris que las gomas de la Combi se comían a toda velocidad. Si trataba de huir, la cazarían en el acto. Pero si se quedaba a ocultarse tras la familia, como él imaginaba secretamente, amenazarían al doctor para que la entregara. Si no, tendrían acción.
–Voy a salir de todas formas –le advirtió a Massei, quien se había puesto inusitadamente terco, cerrándole el paso.
Alguien se asomó por la baranda de la escalera. Antonieta se había levantado para ir al baño y alarmada por sus murmullos, se acercó a ver. Lucas corrió a explicarle que había llegado de improviso para pasar unos días, y al mismo tiempo desviarla para que volviera a la cama. Su tía se dejó conducir, aunque poco tranquilizada por su agitación. Mientras, Lina había aprovechado para escurrirse por el invernadero; sabía que contaba con una puerta de hierro hacia el jardín. La llave estaba puesta, y con un suspiro, la giró.
Sólo tenía que correr derecho hasta la puerta del cobertizo, unos sesenta metros.
El hombre tenía largavistas de visión nocturna y no le costó distinguir la figura que corría desde la casa, levemente inclinada hacia delante. Su compañero alzó el caño con silenciador y disparó. Lo asombró que en el último instante, la joven se detuvo en su carrera y lo miró.
Lina había sentido un escalofrío, frenó y giró, todo su cuerpo alerta como si la amenazara un muro de alfileres. Entonces sintió un ardor en el hombro derecho y rodó al suelo. Había sido un rasguño, la bala pasó rozando su brazo, pero los hombres la vieron caer y creyeron que le habían dado.
–¡Cuidado con tu dedo! ¡La quiere viva! –advirtió un hombre al otro que se estaba acercando al cuerpo inmóvil, apuntándole a la cabeza con el fusil.
Lina se encogió, tratando de contener los latidos de su corazón. Sonó un disparo. Ella alzó la cabeza, pero los otros dos no se dieron cuenta: se habían vuelto, sorprendidos al escuchar el tiro de advertencia de Lucas.
–¡Alto! –gritó el doctor, al ver que uno de ellos lo ignoraba para volverse hacia Lina.
Se había esfumado. Pasmado, el hombre recorrió con la vista el terreno, preguntándose como había salido corriendo sin hacer un ruido que llamara su atención.
Al final no había ido a la camioneta. Aprovechando esos segundos de distracción, se ocultó entre los arbustos que lindaban con el bosque, y desde allí observó la escena.
Vignac torció el cuello por encima del asiento para cuestionar a la pitonisa, ella sacudió la cabeza. El conductor se había salido de la ruta donde los otros les habían dejado una señal fluorescente y las ruedas susurraron al dejar el asfalto del camino. Poco después avistaron la enorme mansión, con su imponente aspecto medieval, y al doctor, aún a cubierto de la casa, manteniendo a raya a uno de sus hombres con una escopeta.
–¿Qué pretende? –exclamó Lucas, indignado, cuando Vignac y los otros descendieron de la Combi casi ante su puerta. La mujer se había quedado oculta en la parte de atrás.
–¿Está aquí? –preguntó el europeo a su empleado, ignorando la expresión rabiosa del doctor, y el hombre asintió, señalando el bosque:
–Puma fue tras la mujer... Está herida, pero gracias a este hombre pudo correr antes de que la atrapáramos. Quería llegar al auto.
–¡Esto es inaudito, Vignac! –ahora podían hablar frente a frente, y bajando su arma, le advirtió–. La policía debe estar por llegar.
–Lo dudo –repuso Vignac con calma. Le explicó que su gente había cortado la línea con un ingenioso aparatito que evitaba que se comunicara la alarma. Alzó los ojos a la fachada y comentó–. Supongo que no quiere involucrar a su... familia en este asunto.
La luz se había encendido en el primer piso. Lucas se pasó la manga por la frente sudorosa. Pero sus tías no saldrían afuera. Al escuchar el primer tiro habrían ido al ala de servicio a despertar al jardinero o la cocinera, y los cuatro debían estar escuchando tras una cortina del comedor o la biblioteca.
–Quédese adentro tranquilo mientras nosotros la buscamos –continuó el otro, haciendo señas al resto para que rodearan el parque.
Había perdido la apuesta, o tal vez sólo llegó demasiado tarde.
Lucas no pensaba mantener la calma: cuando Vignac le dio la espalda y empezó a caminar lentamente, se abalanzó sobre él para hacerlo girar y darle un buen golpe en la cara. Pero apenas lo tocó, sus músculos se aflojaron y Vignac se lo sacudió de encima como si fuera un muñeco de trapo. Lucas se encontró sentado en el piso, trató de levantarse y darle otro golpe. De nuevo, Vignac lo esquivó fácilmente: su puño siguió de largo como si no pudiera enfocar la vista en su blanco. Escuchó su risa hueca.
–Quieto, doctor Massei. No se esfuerce, estoy protegido contra Ud.
Lucas se pasó la mano por el pecho, le quemaba la piel. Los signos, el maleficio de Silvia, ¿estaba relacionado con este hombre? Estaba metido en una locura, y esa gente era peligrosa. Necesitaba ayuda. Con gran esfuerzo, Lucas se levantó y salió corriendo a los tropezones, hacia el establo. Había dejado su celular en el asiento de la 4 x 4. ¡No tenía las llaves! recordó. Había una pequeña rendija abierta en la ventanilla: se colgó del vidrio logrando que bajara unos milímetros más y después trató de hacer pasar su brazo.
Quedó helado. Un grito agudo quebró el silencio de la noche. Miró por encima del hombro –estaba solo–. En seguida creyó oír una carrera –Vignac y los otros internándose entre las hojas secas, quebrando ramas a su paso–. Lucas empujó su brazo, lubricado por la transpiración, y logró enganchar el botón. Abrió la puerta de un tirón, tomó el teléfono, y empezó a marcar mientras corría de vuelta a la casa. No tenía batería, la llamada se cortó.
En la puerta, dudó. Lo más sensato era entrar, encerrarse y calmar a sus tías. En cambio, recogió la escopeta y se internó en el jardín, recorriendo los senderos familiares sin necesidad de ver el camino, hasta tropezar con un bulto.
Frenó con el corazón en la boca y fijó la vista en el cuerpo tirado en medio de los rosales. Aliviado, se dio cuenta de que era un perro –se había olvidado de ellos–. Estaba drogado, por eso no habían ladrado. Más adelante encontró a otro junto a un árbol y luego casi se da de frente contra un vehículo, oculto a metros del camino. Jadeante, llegó al claro donde un gran pino había caído en una tormenta cuando era pequeño y la tierra había rellenado el tronco formando una loma, ahora cubierta de hierba, y del otro lado una hondonada. Se sentía aprensivo, había mucha calma. No escuchaba pasos ni voces, ni silbidos o grillos, apenas la brisa entre las ramas. Un escalofrío recorrió su afiebrada piel, lo observaban.
Aguzó la vista y se fue acercando, deseando tener una linterna, hacia la sombra frente a él, apoyando la culata del arma en su cadera para estar listo.
Era el hombre que le disparó a Lina. Sentado contra un tronco, lo miraba con ojos redondos, la boca entreabierta, los brazos laxos cerca del arma que había caído de sus dedos antes de que atinara a usarla, sorprendido por una muerte súbita. –Era el segundo cadáver que veía de cerca en un mes. Aunque había sido estudiante de medicina, él era psiquiatra, la muerte no entraba dentro de sus expectativas–. Quiso saber qué lo había matado, así que lo volteó tirando del cuello de su chaqueta negra, pero al ver la herida se apartó de un salto. Aparte de un pedazo de cráneo aplastado donde los mechones de pelo se pegoteaban en los sesos, tenía otro agujero en el cuello que explicaba su rápida lividez.
–¡Tano! ¿Quién gritó? –susurró Vignac con urgencia, al alcanzar a su hombre cerca de un arroyo.
–Eh... –el hombre bajo y fornido, giró los ojos, turbado, y confesó– fui yo. Era Puma. Está muerto. Yo... la vi –el Tano miró en torno, y hacia la copa de los árboles, como si esperara que la mujer le cayera volando del cielo.
De repente Lucas se halló en el corazón del bosque, donde la maleza cubría el suelo, y hacía imposible que anduvieran a oscuras sin tropezar. Usando instintivamente los senderos, había llegado en la mitad de tiempo que los demás, incluso adelantando a Vignac, que seguía las huellas de un pie pequeño marcadas en el barro cerca de la cañada. Tenía miedo de que alguien le disparara, a propósito o por error, así que se pegó a un tronco grueso y lo rodeó lentamente. Entonces la vio saltar desde una rama, ágil como un felino, sutil como una sombra, cayó junto a un hombre y lo derribó de un golpe. Él gimió, luego otro intruso salió al cruce y disparó su arma. Lina escuchó el silbido al tiempo que se volvía, esquivó un dardo, de un salto lo alcanzó y le arrebató el rifle. Ya la había visto en acción, pero volvió a quedar estupefacto al descubrir que había noqueado a dos tipos grandes y armados.
La mujer se agachó sobre el hombre inconsciente y sacando de la cintura el cuchillo de caza que le había quitado al muerto, luego que sufrió ese accidente contra el árbol, tomó su brazo, le hizo un corte en la muñeca y se la puso en la boca. Apretado contra el tronco, Lucas contuvo el aliento, estrujando los puños, al punto que un sudor frío le caía por el cuello. No podía quitar los ojos de la figura que succionaba con fruición y apuro la sangre de la víctima.
Súbitamente ella soltó su presa, se limpió la boca con el dorso de la mano y se volvió hacia él con el ceño fruncido:
–¿Qué hace aquí, doctor? –susurró. Lucas miró a los dos hombres y ella aclaró–. Están apenas inconscientes –con pasos elásticos, que no producían el menor ruido, se acercó a él, los ojos brillantes, las narinas resoplantes como una fiera, las mejillas rosadas de excitación. Musitó–: ahí vienen.
Intentó guiarlo del brazo pero él no pensaba seguirla después de la bestialidad que había presenciado. Lina ladeó la cabeza, curiosa. Creyó oír una flecha. Los dardos tranquilizantes de un rifle de aire comprimido cruzaron el follaje y se incrustaron en la carne de la pareja.
|