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La señora del cuadro

1
Esta es la historia de Miguel, el chico que se fue a vivir en un cuadro. Pensará usted, estimado lector, que hablo en sentido figurado. De ninguna manera. Hay magia y fantasía en este relato, es verdad, pero también dolor. Y como cierre, a modo de moraleja, una lección de vida, gentileza de un pequeño de cuatro años.
¿Qué puede llevar a un nene de esa edad a tomar semejante decisión?, nos preguntamos todos. Miguelito no se fue de paseo; tampoco emprendió un viaje iniciático ni salió a experimentar los riesgos de la realidad. El, sencillamente, saltó a otro plano. Cambió de dimensión. Eligió un mundo diferente. Hace falta mucho valor para dar un salto de esa naturaleza. Póngase en su lugar y, con la mano en el corazón, confiese si se siente capaz de eternizarse en una pintura. Así, estático, condenado a la inmovilidad policromática del óleo. Miguel lo hizo por amor. Déjeme que le cuente.

2
La primera vez que vio el cuadro, Miguel llevaba los pañales y el chupete con altiva dignidad. Sus horas transcurrían de brazos en brazos, de la cuna al coche, de la teta a la mamadera. Aprendió a sonreir cuando era muy chiquito y las caricias en el cuello lo tentaban al nivel de carcajada. Ya habrá deducido usted que era un bebito adorable. Pero, y aquí me permito una opinión muy personal, había algo especial en sus ojos. No me pregunte qué; no sabría explicárselo. Digamos que si Miguelito lo miraba a usted fijamente, durante un buen rato, lo hacía sentir bien. Tal cual. ¿Era un don? Quién sabe. Lo cierto es que, desde su condición de crío incapaz de articular palabras, ya marcaba una diferencia con el resto.
Pero no quiero olvidarme del cuadro, que es tan central en esta aventura como el propio Miguel. Le soy sincero: a mí nunca me llamó la atención. Es fruto del talento de Leonardo Iramain, un prestigioso artista tucumano que ni por las tapas debe haber soñado con algo así: un invitado -un colado, mejor dicho- en el corazón de su obra. Iramain pintó una colla (¿la habrá retratado? ¿la habrá imaginado?) y le regaló una tela de inusuales dimensiones. Porque es demasiado grande para albergar apenas un rostro. Medio cuerpo, para ser precisos.
Dicen que Iramain dio a una luz una pintura similar, pero con un hombre de protagonista. El compañero de la colla. Su marido, o su hermano. Pero es apenas una versión escuchada al pasar, imposible de corroborar hasta tanto no aparezca el cuadro en cuestión. En tal caso, sería posible entender muchas de las cosas que terminaron con Miguel en un paisaje eterno. Pero no nos vayamos al campo de las conjeturas, porque esta es una historia real.
Esa mujer irradia tristeza. Tiene los ojos enormes y oscuros, y los pómulos como naranjas bien maduras. Imposible adivinar su edad, porque se sabe que la piel curtida, tan propia de las ventiscas andinas, engaña cualquier cálculo. La boca fruncida, las orejas grandes, el pelo lacio cayendo sobre la frente; son postales de un perfil sufrido que a Miguel lo sedujo desde el primer encuentro. No hay detalles relevantes detrás de la figura cubierta por un ponchito verde (ahora que lo pienso, lleva el hombro izquierdo descubierto). Se adivina la ladera de un cerro, manchones de verde, un caminito serpenteante, el ocre del atardecer.

3
- La señora me habló.
Esa fue el primer indicio sobre la relación entre Miguel y la mujer del cuadro. Lo reveló durante un almuerzo y, lógicamente, no lo tomaron en serio. Su hermano se burló un poco.
- ¿Qué señora?-, le preguntaron.
- Esa-, dijo señalando la pintura, poco visible desde ese ángulo del comedor.
- ¿Cómo que te habló?
- Si, cuando yo estaba viendo la tele.
Miradas cómplices en la mesa. Entre divertidas, sorprendidas y, seamos francos, con algún atisbo de inquietud.
- ¿Y qué te dijo?
- Que está muy triste porque no encuentra a su hijito.
Eso fue todo. Miguelito tenía en ese entonces dos años y medio. Tamaña revelación, en cierta forma, justificó determinadas actitudes del pequeño. Como las tardes interminables en el sillón del living, con un ojo en los dibujitos animados y el otro recorriendo las paredes. Como ciertos murmullos -¡desde los tiempos en los que todavía dependía del coche, es cierto!- al pasar cerca del cuadro. Como el cariño con el que observaba a la colla.
¿Cómo reaccionan los padres ante estas situaciones? Y, cada casa es un mundo. Hay quienes se obsesionan por descubrir desórdenes de conducta e integran al psicólogo al círculo familiar. Otros buscan explicaciones más moderadas (el amigo invisible que ¿todos? hemos tenido alguna vez y cosas por el estilo). Y están los que dejan pasar estos capítulos de la infancia como quien mira una sitcom.
Cuando Miguel se acostumbró a saludar cada mañana a “la señora”, porque ese fue su nombre oficial de allí en adelante, a sus padres les pareció que las cosas pasaban de castaño oscuro. Pero fue una tormenta de verano. Miguelito seguía siendo la creaturita vivaz, inteligente y alegre de siempre. ¿Que hablaba con un ser construido a base de pigmentos e inspiración? ¿Y quién se arroga el derecho de arrojar la primera piedra cuando un filósofo decreta el fin de la historia y el resto del mundo lo da por sentado?

4
Una tarde de setiembre, con tres años recién cumplidos, Miguelito le contó a su papá todo lo que sabía sobre “la señora”. Llovía finito y estaba fresco; uno de esos días en los que los tucumanos se mienten a sí mismos que no están condenados a fritarse en un infierno subtropical. A Miguel le encantaba columpiarse en una hamaca paraguaya que habían colgado en el quincho, y se lo notaba muy concentrado en esa tarea cuando empezó a hablar. De repente y sin que le preguntaran. Estaban solos.
“La señora” vivía en una casita de adobe. Su marido se había ido. Así, sin dar un motivo. Ella se había despertado un día, le había dado un poco de guiso viejo a la perra y un vaso de leche a su hijito, había lavado algo de ropa en el arroyito y había preparado el almuerzo. Pero él nunca se sentó a la mesa. Ella lo esperó durante toda la tarde, apenas acomodada en un banquito, la espalda contra el barro reseco, los pies entrelazados en un ruego. Con el ocaso se le escapó una lágrima. Y otra. Y otra. Y después no lloró nunca más.
Piense usted en esta tragedia relatada por la serena inocencia de un retoño. Una mujer abandonado en medio de la nada. A la buena de Dios y responsable del bienestar de un chiquito. Y eso no fue todo, porque las penurias nunca vienen solas y, a no dudarlo, con “la señora” se ensañaron. Una noche de tormenta se le perdió su hijito. El agua, enfurecida, se filtraba por todas partes, y el techo parecía a punto de desplomarse. ¿El techo? Era el cielo el que se venía abajo. El arroyito era un mar embravecido y ella, tan sola, tan angustiada, se había descuidado durante un minuto. Menos, tal vez. Suficiente para que el changuito se esfumara sin dejar rastros.
Mucho tiempo había pasado. Tiempo de soledad, de penas que siempre amagan con dar un portazo pero que están tan arraigadas que el corazón no puede vivir sin ellas. Ella nunca había dejado de buscar a su pequeño. Jamás se había resignado a la pérdida.
- ¿Sabés, pa? Me dijo que cuando me ve se acuerda de su hijito. Está tan sola... Y tan triste.
No volvieron a hablar del tema.

5
A la luz de los hechos, se nota que Miguelito maduró su decisión. Reflexionó. Meterse en el cuadro no fue un impulso ni un equívoco. Mire usted: vomitó la historia de “la señora” un año antes del salto. Le llevó meses hacerse a la idea de que podía vivir sin Discovery Kids, sin la pizza de muzzarella y sin armar esas torres de Babel que se desmoronaban cuando los bloquecitos de plástico renegaban del idioma del equilibrio. ¿Habrá medido que en el cuadro no había pileta ni aire acondicionado? ¿Ni galletitas de chocolate ni porrazos porque a la bicicleta se le salían las rueditas? Seguro que sí.
A su manera, Miguel se fue despidiendo de todos. A nadie le confesó lo que estaba a punto de hacer. Es más, se lo veía más alejado del cuadro. Tal vez supuso que lo estaban espiando. O que adivinaban su plan. Daba vueltas por el jardín, acariciaba a su gata y se peleaba mucho menos con sus amiguitos.
La noche del 25 de agosto les dio un sonoro beso a sus papás y se durmió con la placidez de los justos. El día de su cumpleaños amaneció en el mundo que él había elegido habitar.

6
Todos los días me acerco al cuadro y le doy un beso a mi hijo. Es una manchita castaña, allá a lo lejos, jugando en la ladera de esa montaña que ya conozco de memoria. No puedo verle la carita, está un poco de costado. Pero, ¿quiere que le sea honesto? Me da la sensación de que es feliz.
Y ahora, fiel lector, a modo de agradecimiento por haber llegado hasta aquí conmigo, voy a revelarle algo: la señora me habló. Lo hizo una vez, y fue suficiente.
- Yo lo cuido, y él me cuida-, me dijo.
Y no pude responderle nada.

www.holdencaulfield08.blogspot.com

Texto agregado el 30-11-2008, y leído por 105 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
11-12-2008 Que quieres que diga... excelente historia, no es tan solo el trama... desarrollas muy bien el hecho de narrar dos cuentos, uno dentro de otro. Respetas las pausas, no nos atoras con imagenes, todo es muy bien narrado. No me di cuenta bien, pero parece no tener faltas. Tienes que recomendarlo... ahi tienes mis 5 estrellas lira
30-11-2008 Un cuento de lo mejor!!!... me encantan estos escritos, y te daría mas de cinco estrellas. trigolimpio
 
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