En las noches de verano no se sentía mal estar solo. Ya todos teníamos suficiente compañía de nosotros mismos, sofocándonos en un marco festivo y poblado de gente. Pero en las noches de invierno, la soledad se acrecienta. No es que aumente, sólo que se hace más enfática y menos fácil de disimular. Se torna una eterna compañía ausente y pesada, fría y poco amable con nosotros. Es el peor castigo que se les propinó a los seres humanos, ser capaces de estar solos. Un animal, en cambio, nunca estará solo, nunca se sentirá así, no tiene conciencia de qué significa la soledad. Yo creo que todos los grandes desastres que el ser humano ha creado y sigue esforzándose en la continuidad de los mismos es por el temor inherente a estar solos. Las guerras, los engaños, los asesinatos, todos. Todos tememos quedarnos solos, inconcientemente, entonces batimos cualquier suerte por catalizar ese miedo psicológico.
En las noches de verano yo recordaba a Ismael y no me dolía la soledad. Lo recordaba mientras salía con amigos, lo recordaba mientras miraba la Luna, mientras intentaba dormir con el ventilador en mi rostro. Pero en las noches de invierno lo lloraba con lágrima que en mi cama parecían estar a punto de transformarse en trocitos de hielo. Y así poco a poco me iba helando, convirtiéndome en una pista de hielo sobre la cual danzaban mis incógnitas, mis recuerdos y mi amor sin freno que fue descartado por un ángel que jamás volvió a cubrir mis mañanas de bello rocío. Estúpido ángel, debí haberlo sabido. Mi corazón no es demasiado inteligente, pero tiene fama de prestidigitador. En ocasiones discute con mi mente, y no es que tenga más razón que ella, pero la acaba por vencer. No es más razonable, pero sí más hábil. Creo que nos ha engañado a todos.
Hubo una noche de invierno en particular en la que sufrí mucho la soledad que me acompañaba. Encerrada en mi habitación con la computadora apagada, mirando a través de la ventana, en plena oscuridad. Miré la Luna y recordé aquel fin de semana que pasamos en casa de sus padres. Recordé cómo mirábamos la Luna e imaginábamos cuántas lunas más nos quedaban por ver juntos. Esa Luna, lejana y visible pero de la que poco se sabe, esa Luna me recordaba a Ismael.
Pasé horas recordando y cada recuerdo hacía un tajo más y más profundo en mi corazón. Me hubiera gustado detenerme, pero creo que no era yo. Llegó la medianoche, aquel espacio de interconexión sideral, un puntó álgido entre el hoy y ayer, entre lo que fue significativo y trascendental y lo que sólo se olvida. Yo siempre ando como perdida en esa medianoche, siempre ando como indecisa entre qué camino tomar.
Pero aquella noche, algo cambió. Sonó mi teléfono celular. Justo a las doce.
Tomé el celular y atendí, traté de calmarme para no llorar más y transmitir tranquilidad. Y fingir que estaba bien. Disimulé que aquella noche estaba matando una parte muy profunda de mi ser. Y simplemente pretendí que era verano, y que todo estaba bien, que era sólo el calor lo que me estaba sofocando (no la soledad, ni la tristeza).
Aquel llamado era de una amiga. Me invitaba a salir porque no podía dormir y estaba aburrida. ¿Qué más da que mañana sea Lunes y halla que ir a trabajar temprano? ¡Hay que quebrar las reglas de vez en cuando para sentirse vivo?
Me levanté y me puse uno de mis mejores vestidos. Me maquillé un poco para encubrir la tristeza. Esa noche salí con mi amiga a pasear por lugares llenos de luces. Fuimos a una fiesta, en un salón de baile, de improviso y sin pedir permiso a nadie. Creo que fui la chica más bonita en aquél salón esa noche, y la más triste. La chica más triste sosteniendo una copa con martini. Me hizo acordar a “Vainilla Sky” sólo que sin todas esas rarezas de ficción. Lo mío era demasiado real, demasiado cierto.
Entre las luces intermitentes del salón, noté que una silueta se acercaba y me miraba desde lejos. Un hombre vestido al mejor estilo James Bond. Me fui antes del amanecer, pero intercambiamos números de celular.
Desde entonces, a la medianoche, siempre lo llamo o me llama él. Ambos sufrimos de insomnio y ambos hemos sido víctimas del desamor. Jamás lo amaré, quizás solo seamos amantes. Pero es una hermosa compañía y quizás así la soledad se me acerca menos, y me envidia, pero sólo de lejos.
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