Nunca habría imaginado que el pago de mi tarjeta de crédito resultaría en un feliz encuentro con la mítica diosa Venus. Fue un lunes y unas cuantas nubes grises jugaban con mi intención de salir de la casa. Llevaban suspendidas en el cielo más de una hora con la amenaza falsa de precipitarse a tierra, dicha indecisión meteorológica me molestaba. Indispuesto hasta la medula tome mi paraguas negro por si alguna lluvia repentina me sorprendía y me dirigí sin más vacilaciones al banco.
Tengo que confesar que no me gustan los lunes, rompe abruptamente con la tranquilidad impuesta del domingo, sobre todo por los autobuses atiborrados de estudiantes intranquilos que por cualquier nimiedad armaban tremenda algarabía. Eran en verdad insoportables aquellos trayectos pero a falta de un carro no tenia mas opción que aguantármelos. Al llegar al banco tuve la terrible impresión de que no iba a salir nunca de aquel lugar, una enorme fila junto a la ventanilla de los cajeros era una prueba indubitable de ello. Me ubique entonces detrás una mujer bastante obesa cuyas piernas me llamaron la atención de inmediato. Eran pequeñas y venosas y parecían de vidrio. ¿Cómo podían unas piernas tan pequeñas soportar tanto peso? No lo sabía. La fila no avanzaba. Mire los cubículos en donde trabajaban los cajeros; de seis solo funcionaban tres y en uno de ellos tuve de repente una visión mitológica: Vi a la diosa Venus emerger majestuosa entre arrumes de billetes y comprobantes de pago, la rejilla del aire acondicionado ubicada exactamente debajo de ella simulaba al dios Céfiro, que con su aliento constante agitaba su hermosa cabellera. No estaba desnuda (Ya hubiese querido yo) esta vestida con un sastre rojo que contrastaba con su piel blanca y resaltaba sus mejillas sonrojadas de rubor, una fina cadena dorada adornaba su cuello y al final de ella un dije con la forma de un delfín melancólico. Aquella visión fue suficiente para olvidarme todo, de la fila, de la mujer obesa, del lunes fatídico, de mis deudas y hasta de mi mismo. Estaba viendo a la diosa Venus y no precisamente en un libro como lo había visto antes; se había transformado en mortal y cumplía el discreto oficio de cajera.
Observe entusiasmado. Tan solo dieciséis personas me separaban de tener un encuentro mágico con una figura mítica. Desee con todas mis fuerzas que la fila avanzara rápidamente pero a pesar de mis pretensiones metafísicas la fila se mantenía inmóvil. Tuve la intención loca de empujar a la gorda y no solo a ella sino a todos los que estaban delante de mí. ¿Por qué se demoraban tanto? ¿Acaso no eran concientes de mi ansiedad?
Poco a poco y con una lentitud que se tornaba insoportable me fui aproximando a ella. De dieciséis a trece de trece a siete de siete a cinco y de cinco a la gorda que con su cuerpo ocupaba dos lugares. En ese instante la diosa Venus atendía a un hombre alto y delgado cuya gorra de beisbolista parecía reposar en un perchero. Tuve la ilusión efímera que ahora que me encontraba más cerca de ella, nuestras miradas se cruzaran y que por primera vez nos reconociéramos. Pero ella estaba tan concentrada en su trabajo que solo tuve que conformarme con ver la sutil sombra rosada que coloreaba sus parpados.
Unas de las ventanillas se desocupo y la gorda se apodero de ella con rapidez. Me invadió la terrible sensación de que sus piernas no soportarían mas el peso exagerado de su fisonomía, y que en cualquier momento se iba des plomar contra el suelo causando una grieta tan grande que nos succionaría a todos. Dicho infortunio acabaría fatalmente con mis pretensiones de conquista. Mire la hora en el reloj metálico de la pared, el minutero parecía dormido el segundero, en cambio, se asemejaba a mis pulsaciones.
Otro de los cubículos había quedado libre y para mi desilusión no era el de la diosa Venus, era el de al lado en donde un hombre de ojeras marcadas y mostacho abundante me hacia un ademán para que siguiera. Molesto y confuso vacile, yo deseaba que me atendiese la legendaria diosa de la belleza y el amor no el siniestro y sombrío dios de los muertos. Trate de convertir los metros que me separaban del cajero en kilómetros con la esperanza de que ella se desocupara. Pero no, el hombre de la gorra de beisbolista se había acomodado tan bien como para esperar sin impaciencia una tercera guerra mundial.
Le entregue el dinero al cajero sin fijarme en lo que hacia, mis ojos estaban puestos en la diosa. El único signo de imperfección era su de dedo pulgar manchado de tinta, de resto todo en ella era sobrenatural: su cabello, sus largas pestañas, sus ojos claros, su nariz, sus labios, sus dientes blancos, sus orejas pequeñas y tímidas, sus manos de pianista y sus uñas perfectamente barnizadas.
Cuando el cajero terminó de consignar mi pago me despidió con una amabilidad fingida e hizo el mismo ademán de autómata para llamar otro cliente. Me aleje, sin quitarle la mirada a ella. Estaba seguro que si me veía reconocería en mí a su adonis, y que juntos, con la ayuda de Céfiro el dios de los vientos, nos elevaríamos abrazados ante las miradas escrupulosas de los mortales. Pero la realidad me venció. Ella comenzaba a sumergirse suavemente en el mismo mar en que había nacido, mientras yo me preparaba para sobrevivir aun diluvio épico, que se precipitaba indolente sobre las calles. Aliste mis paraguas, mi lunes fatídico comenzaba a revivir en la ciudad.
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