Érase una mosca distinta a todas las moscas del mundo, que no pasaba sus cortos días de vida en los basurales de la ciudad, sino en el más lujoso hotel de Nueva York. Una mosca muy lista, que astutamente evadía todos los controles de vigilancia para ingresar a los dormitorios y especialmente a la cocina.
¡Y vaya que era de buen diente!, pues no comía cualquier cosa, sino que, luego de olfatear minuciosamente los potajes del menú, escogía el plato más exquisito según ella. Y además, una mosca de exigentes oídos: todas las tardes, después del almuerzo, iba al salón de descanso de los turistas para deleitarse con el virtuoso pianista que interpretaba música clásica. Y por si fuera poco, era una tremenda conchuda, porque solía dormir plácidamente sobre las tibias y confortables almohadas de las habitaciones más caras del hotel. Definitivamente, una mosca rarísima, de otra estirpe.
Mas sucede que su presencia y su manera de vida tan refinada, fue descubierta por cocineros y huéspedes, quienes pusieron precio por su cabeza. Emprendieron su búsqueda para atraparla viva o muerta por todos los rincones del hotel.
Fue así que una noche, mientras escuchaba el dulce piano en el salón de descanso, se quedó dormida sobre un espejo que colgaba arriba de la cabeza del pianista. El mayordomo del salón, luego de sorprenderla roncando muy oronda, cogió un matamoscas de plástico y le pegó fuertemente sin poder matarla. Vio que la mosca huyó herida, dando tumbos por los aires, perdiéndose en los jardines interiores del hotel.
Allí estuvo escondida, entre las hojas de unos geranios, hasta que, a medianoche, voló en busca de una apacible cama para poder descansar y reponerse del golpe recibido.
Justo cuando invadía una habitación escogida al azar, tuvo unos tremendos mareos y cayó dentro de una maleta abierta. El dueño de ésta, no se dio cuenta de aquel incidente ya que estaba de espaldas, empacando unas cosas que llevaría a su país y a punto de dejar el hotel para ir al aeropuerto.
Con la cabeza que le daba vueltas y con los ojos somnolientos, la mosca se preguntaba preocupada dónde había caído. Quiso aletear para elevarse, pero no tenía fuerzas. Se asustó cuando todo se oscureció, pues el hombre había cerrado la maleta para salir a tomar su vuelo.
Recién cuando escuchó el ruido de los motores, la mosca supo que estaba a bordo de un avión. Después de algunas horas de viajar sobre unos pantalones, la mosca se sintió mejor. Con las energías recuperadas, no se cansó de caminar sobre objetos blandos y duros en medio de las tinieblas, buscando sin suerte algún hueco por dónde escapar. Al rato, ya no escuchó más ruidos de la aeronave y a los pocos minutos sintió que zarandeaban el lugar que habitaba. Y es que el viaje había terminado y el hombre, presuroso, salía del aeropuerto jalando la maleta pesada.
Entonces, ya en casa, tan pronto abrió la maleta, la mosca salió disparada sin ser vista y se posó en el alféizar de una ventana que daba para la calle.
-This is not New York!- protestó a gritos, diciendo en inglés: “¡Ésto no es Nueva York!”, cuando contempló desconcertada a esa ciudad desconocida.
No escuchaba el estruendo de los trenes subterráneos de Nueva York, ni veía sus impresionantes rascacielos, ni tampoco el río con sus encantadores barquitos que llevan a los turistas a conocer la Estatua de la Libertad. Aquella era una ciudad totalmente distinta, silenciosa y con casitas humildes hechas de barro, y apenas se veía uno que otro carro destartalado por los alrededores.
-¡Gee, where am I?!- refunfuñó ofuscada, diciendo en su idioma: ¡“Carambas, ¿dónde estoy?”!
Aunque tenía un hambre terrible, no se atrevió a buscar alimentos en los cilindros de basura puestos por las esquinas. Orgullosa como ella sóla, prefería morirse de hambre antes que comer del muladar.
A su pesar, renunció a la posibilidad de buscar comida suculenta en algún hotel o restaurante, porque pensó que en ese lugar era imposible encontrar menú de primera clase. Pero como el hambre apremiaba y le exigía una solución inmediata, no tuvo más remedio que buscar algo en la cocina de aquella casa donde había arribado de casualidad. Quién sabe, pueda que de milagro hallara algún plato sabroso.
Estaba husmeando entre sartenes y ollas viejas, cuando de pronto vio aparecer a un enjambre de moscas que se dirigía a ella. La mosca, espantada de que le hicieran daño, huyó volando para afuera. La siguieron sin descanso un buen rato, hasta que la mosca ya no pudo resistir más la persecución y, agitada y vencida, se posó sobre unas maderas apolilladas que se hallaban en una casa deshabitada.
La acorralaron como treinta moscas, flacas todas ellas y con sus caras feroces.
-¡Miren qué mosca tan gorda!- comentó una de ellas.
-Sí, y está bien papeada- añadió otra.
-Y no parece una de nosotras- dijo alguien.
Y efectivamente, la mosca newyorkina temblando del miedo, comprobó que esas moscas escuálidas no se parecían para nada a ella.
-¿De dónde eres, princesita?- le preguntaron con tono burlón, pero ella permaneció en silencio, sin comprender el extraño idioma que le hablaban.
-Responde, malcriada- le ordenó alguien y empezó a cachetearla. Las demás también empezaron a golpearla y le exigían que las llevaran a donde comía, porque al parecer, allí se comía muy bien, por el cuerpo robusto y el buen semblante que mostraba.
La mosca newyorkina, entonces, se echó a llorar.
-Ya déjenla, no sean abusivas. Quizás ella sea de otro país, por eso no nos entiende- dijo una de ellas y dejaron de maltratarla. Aquella debía ser una mosca buena por su bondadoso comportamiento.
-Sí, sí, debe ser una mosca gringa- comentó otra, provocando una risotada general.
De inmediato las moscas abandonaron el lugar, dejando a la mosca newyorkina más desamparada que nunca. ¡Cuánto añoraba a su Nueva York en esas horas tan difíciles!
La noche la sorprendió dormida entre las maderas apolilladas, y cuando despertó, le dio pánico la tenue iluminación de esa ciudad. Quiso regresar a la casa del hombre que la trajo, pero no podía recordar el camino de regreso. Estaba en un verdadero callejón sin salida.
El hambre atroz empezaba a vencer su orgullo y se sintió tentada de deambular por los basurales cercanos. Entonces, contra su voluntad, escarbó en ellos y halló comida podrida. La mosca buena que horas antes la había defendido, había regresado, y sin que la mosca newyorkina se diera cuenta, la estaba espiando. Vio que ella se resistía a comer lo que encontraba.
-Estás que te mueres de hambre pero no te atreves a comer de la basura. ¡Qué extraña eres!- le dijo moviendo su cabeza en señal de desaprobación.
La mosca newyorkina dio unos pasos para atrás, temiendo que le pegarían de nuevo.
-No te asustes, no te haré daño- dijo en tono amistoso la mosca buena. Y como sabía que la mosca newyorkina no le entendía, le dio un apretón de manos para que supiera y confiara de sus buenas intenciones. Como en todo rincón del mundo, por fortuna siempre no falta un corazón generoso, y esa mosca buena estaba dispuesta a ayudarla. Sabía que la mosca newyorkina era extranjera y que la estaba pasando muy mal. Comprobando que no comía de la basura como las demás moscas, le trajo un pedacito de pan con mermelada de naranja.
-¿Qué te crees, que solo tú tienes buenos gustos? Ja,ja, yo también los tengo. Mira, te traje esta merienda riquísima que saqué de la casa del alcalde de esta ciudad. Prueba- dijo alcanzándole el aperitivo.
La mosca newyorkina sin perder tiempo lamió la comida con un apetito descomunal.
-I live in New York. I wanna get back to New York- le dijo muy animada a la mosca buena. Ésta no entendió que la mosca newyorkina le decía en inglés que vivía en Nueva York y que quería regresar allá.
-¿Qué será “niuyor"?- se preguntaba la mosca buena cada vez que la mosca newyorkina le repetía lo mismo.
Toda la madrugada, tratando de aliviar las penas de su amiga, la mosca buena se la pasó contándole muchas historias de misterio mediante gestos. Aunque la mosca newyorkina no le entendía absolutamente nada, le agradecía en silencio su noble vocación de compañía y amistad. Buscaron dónde calentarse cuando sintieron hielo en sus pieles, pero fracasaron en el intento, pues todas las casas tenían sus ventanas cerradas. Al poco rato se cubrieron con unos trapos que encontraron entre los cachivaches de un techo y se durmieron contemplando la luna llena. La mosca newyorkina soñaba que retornaba a "La Ciudad que nunca duerme" (como así llaman a Nueva York) y la mosca buena, que quemaba todos los matamoscas del mundo.
Al llegar la aurora, las despertó el rumor distante de un avión que sobrevolaba el lugar. La mosca newyorkina lo miró con nostalgia, imaginándose a bordo de él, de regreso a su Nueva York amada.
La mosca buena advirtió que los ojos de su amiga se le humedecían y que no perdía de vista al avión que se alejaba.
De pronto, la mosca buena estalló en gritos que asustaron a la mosca newyorkina:
"¡Claro, claro, cómo no lo pensé antes! ¡¿Dónde estaba mi cabeza?!¡Tenemos que ir al aeropuerto! ¡Vamos, vamos al aeropuerto! ¡A volar de inmediato!"
Y le hizo una seña para que la siguiera. Aunque el aeropuerto estaba lejísimo, había que llegar como sea, aunque les costó frío, hambre, cansancio y también unas buenas trompadas con pandillas de moscas hostiles y mal educadas que encontraron por el camino. ¡Y qué experta boxeadora resultó la mosca buena! Se fajaba valientemente con más de cincuenta moscas a la vez. La mosca newyorkina también tuvo que meter uno que otro golpe para ayudar a su amiga.
Al fin, cuando llegaron al aeropuerto, la mosca newyorkina deambuló entre las filas de gente, chequeando quiénes viajaban a su ciudad. Se alegró cuando halló la línea de maletas con las etiquetas que decían que iban para Nueva York. Ansiosa, buscó entre los equipajes algún hueco por donde meterse, pero no lo halló. Empezó a desesperarse cuando vio que los pasajeros newyorkinos avanzaban por un pasadizo que conducía al avión. Así que no tuvo más opción que internarse a uno de los bolsillos del saco de uno de ellos.
Pero antes de hacerlo, se despidió abrazando fuertemente a la mosca buena.
-¡Goodbye my good friend. Thanks for all. I will miss you!- le dijo dichosa en inglés: “¡Adiós mi buena amiga. Gracias por todo. Te extrañaré"!
-¡Adiós mosca gringa, no te olvides de mí y mándame un regalito!- le dijo risueña la mosca buena.
Pocas horas después, la mosca newyorkina viajaba radiante, acurrucada en el interior del bolsillo aterciopelado.
Luego, cuando ya amanecía, se asomó a las ventanas del avión, justo cuando estaba por aterrizar a la ciudad. Estremecida por la emoción, vio desde todo lo alto la hermosura de Manhattan, uno de los cinco condados de Nueva York. Allí estaban el imponente laberinto de sus rascacielos, el fresco verdor del Parque Central, ese lápiz inmenso y formidable que es el Empire Estate (uno de los edificios más altos del planeta) la solemne y famosísima Estatua de la Libertad y esas dos bellas hermanas llamadas Las Torres Gemelas.
Entonces, apenas se abrieron las puertas del avión, la mosca newyorkina salió como una bala, rumbo a la estación de los trenes. Tomó el tren “A” que la llevó a su hotel que tanto echó de menos.
Sus últimas horas las disfrutó comiendo los más deliciosos manjares, huyendo de los cocineros que corrían rabiosos detrás de ella con sus feroces matamoscas.
Se escondía en las habitaciones más costosas para echarse una siestecita frente a las narices de los huéspedes, quienes, al despertar y verla muy fresca patas arriba sobre las finas sábanas, se levantaban furiosos para perseguirla y chancarla con cualquier cosa.
Al caer la tarde, cansada de tanto huir, se posó sobre un farol que colgaba al costado del pianista, que a esa hora tocaba música de Beethoven. Cerró los ojos y movió su cabecita al compás de los celestiales y tiernos acordes del eximio pianista.
No tardó en escuchar los pasos coléricos del mayordomo que seguramente ya la había visto y venía con el matamoscas para desaparecerla. Pero la mosca no huyó y siguió con los ojos cerrados.
Empezó a imaginarse que era una directora de orquesta, moviendo la batuta con una de sus patitas, dirigiendo sonriente el último concierto de su vida.
Antes que se dejara aplastar por un cruel matamoscas, la mosca newyorkina se convenció que no había despedida más sublime que irse de la vida, arrullado bajo las notas de la música que uno ama y, mejor aún, en la tierra que uno adora. |