Esferas y praderas lejanas veo cuando el viento me pega en la cara, cuando el viento me besa de bienvenida. Cuesta abajo me cuesta bajar. Cada vez más me canso, pero pensando en la esperada lanza de oro que me prometió el destino hace mucho tiempo, cuando mi juventud gozaba del dorado sabor espumante a cerveza, cubriendo mis sensaciones, en largas y satisfactorias comidas, donde ni siquiera hubiese pensado mi alma en el gastado cinturón que poseo, que aunque más viejo está, más apretado a mí está.
La noche cae sobre mi, como una inmensa batalla campal, manchada con la valentía color sangre escarlata, de los justos que caen, de los que se emocionan hasta por las lumbreras mágicas que bañan la espesa negrura flotante, y que nunca cambia. Al llegar al valle una vez por fin, acaricio el suelo con mis botas adornadas por la codicia de todo aventurero que mira al cielo y dice esperanzado que su día ha llegado. La intensa jornada de quiebres de temperatura y tez facial, ha dejado a mi corazón más palpitante aún, más sobresaltado por mis impulsos desesperados de esperanzas reales, que bombardean mi estar en el espacio de tiempo. Mi semblante cambia poco a poco, me lo dice el fiel reflejo de un arroyo cristalino, iluminado por la clara y hermosa luna que extrañaba tanto, que desde muchas canas atrás no la contemplaba con tanta agradabilidad, al no saber ella que mis coronas plateadas pertenecían a otros destellos sensuales y malditos; ¡Mi luna amada y danzante! Perdona mi infiel ausencia. Bella y sabia, su reverberación me interpretaba una dulce y suave canción, que mi mente, fuera de todo dolor adormecedor y despreciable, creía firmemente que el camino preparaba exclusivamente para mí, una gran y protectora alfombra roja de terciopelo, que mi dueña había preparado, esperando paciente e intacta, amándome en pensamiento, sola y a luz de vela de fuego inagotable, mi regreso a su bondad. |