María siempre se quejaba de un dolor de espalda, que nunca lo sentía igual al anterior, siempre con una intensidad mayor, capaz de adormecer a un elefante. Su bolsillo estaba vacío cada vez que le daba un vistazo para comprobar si le alcanzaba para un tratamiento médico adecuado. Su tarjeta de indigencia había expirado, y había solicitado tantas, que la vergüenza le pintaba la cara cada vez que pensaba en eso. Su mente le arrojaba imágenes involuntarias de un futuro posible y uno que no lo era. Su incertidumbre le carcomía el alma, temerosa de las infavorables situaciones físicas y emocionales en las que vivía.
Su casa era hermosa, pero ya desde hace mucho tiempo había dejado de brillar, en épocas de oro y farándula, plumas ensartadas en fabulosos sombreros y vanidosos peinados. El bullicio ya no se hacía presente, y sólo unos perturbadores sonidos se escuchaban, que a la más leve vibración, resonaban en toda la casa. El polvo cubría casi todas las pertenencias de María, impidiendo que estos aportaran algo de decoración alegre e irradiaran los recuerdos de fantasías y de años de estupendos jolgorios. Algo existía en aquella casa que no permitía a las memorias contar sus increíbles historias, y satisfacer los deseos de sonreír una vez más. María, apenas lograba percibir tal invisible desventaja, irrumpía en llantos cargados de emociones desgarradoras y que se entrelazaban unos con otros, como largos cabellos al viento. Odio, tristeza, nostalgia, impotencia, y ansiedad se encontraban codificados en su profundo y verdadero pesar lacrimoso. Sus lágrimas mojaban el piso de madera vieja, y en él se formaba un humilde fango que intentaba ser más, al mezclarse con las gruesas capas de polvo que acusaban a una insoportable soledad descuidada. El silencio acompañaba a María en todos su ínfimos quehaceres. Las paredes solían escuchar y guardar todo secreto que María escondía dentro de sí. El dolor de espalda delataba una vez más que María estaba sufriendo una terrible vida; sola y soltera, sin hijos y sin amigos, y enferma de vieja. En su larga inestabilidad emocional, lograba con grandes esfuerzos sacar unas palabras de su contraído corazón, el centro de los motivos. Más éstas no eran respondidas por ser alguno, solo su soledad la escuchaba, la comprendía y la solía invitar a danzar con sus propios sueños, sedándola para que no sintiera que las paredes se convertían en grandes personajes que bailaban al ritmo de sus recuerdos y le ofrecían un delicioso sorbo de licor, y para que no fuera el objetivo de una seducción maldita de algún galán imaginario, y sufriera a causa de un cuento creído. Sus deliraciones nocturnas ya se habían transformado en algo rutinario, que siempre esperaba con ansiedad, debido a las carencias ocupacionales. Su cama ya estaba impregnada de un asqueroso olor a saliva en la cabecera, y con la figura del cuerpo esculpido en el gastado y longevo colchón de mota; más su cuerpo seguía teniendo la delicada piel de su juventud, la cual acariciaba y besaba todo el tiempo; trastornada agradecía la condición de su piel a sus viejas cremas que ya desde varias décadas habían terminado de ofrecer su talento, pero María seguía extrayendo la suave sustancia con aroma a lácteo de la crema y aplicándola en su piel. Su vida había mutado, de una común, a una totalmente extraña, extraña para el propósito de todo ser humano, pero más no para las perspectivas de vida de cualquiera. Los recuerdos y todo sus sentimientos eran su mundo, ahora. Sus memorias, yacían encerradas dentro una burbuja que ella solamente sabía cuidar, extraer y poner los recuerdos sin romper aquella prisión de tan frágil ser, que existía dentro de su mente atrofiada. Los anteriores años de juventud, sólo eran un escarnio y fuente de placer, y que ella era la única de todo su compacto universo que podía escoger. Sin ellos, María era simplemente un punto desconocido de la dimensión del tiempo que siempre es presente y nunca cambia. Los necesitaba para vivir y dar vida sobre la vida a su existir. |