Bruscamente, aunque no inesperada, llegó la inundación. Como un aluvión líquido se nos vino encima y no arrastró. Flotando, arremolinados, en torbellino, luchando con la viscosa corriente que nos llevaba, transcurrimos el negro túnel. Tan negro que ni siquiera tenía una luz al final, como cualquier túnel.
No fue largo el viaje, pero nos pareció eterno. Y terminó el túnel, pero no la oscuridad. Ingresamos como cayendo… No. En realidad caímos, a un paisaje oscuro, denso, sin aire. Muchos de nosotros ya habían abandonado. Inmóviles y sin fuerza, o simplemente muertos, seguían arrastrados junto a nosotros.
Por un instante, otra vez corto, otra vez eterno, hubo quietud. Y el piso comenzó entonces a moverse, espasmódicamente. Se formaron verdaderas olas, como de terremoto, y un viento suave pero firme nos aspiró hacia otro túnel, nuevamente oscuro, nuevamente sin final.
No sabíamos donde íbamos. Éramos arrastrados por ese líquido, junto a cientos de miles de cadáveres, hacia un desconocido lugar.
Desesperados, casi en estado de pánico, huíamos hacia delante, empujados, aspirados, en masa.
Pero lo encontramos, por fin. Un verdadero sol, para nuestra pequeñez. Quieto, inmóvil, rodeado de una muralla densa, nos esperaba.
Ahora sabíamos donde íbamos, atraídos sin saber por qué hacia ese sol. Y comenzamos entre todos, aliados en una carrera de enemigos, a hacer fuerza para vencer la muralla y llegar a lo que sentíamos nuestro destino.
Cada vez éramos menos. La lucha fue intensa, dura. Forzamos y penetramos la muralla, varios de nosotros. Pero el primero en llegar a una especie de membrana que recubría aquel mundo, fui yo. Atravesé la membrana, que se puso rígida de inmediato, y mi cola quedó fuera de ella.
Nadie más que yo había llegado allí, y sentí paz. Como en una ola de tranquilo lago floté hacia el centro de ese mundo, donde se hallaba mi otra mitad, y me uní a ella. Suerte que fui yo el primero en llegar al óvulo. Ahora, el que nacerá, seré yo.
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