La hora elegida, las cinco y cinco de la tarde; el lugar perfecto, el banco de material a la sombra del jacarandá de la plaza central; el clima soñado, algunas nubes y una fresca brisa que atemperaban esa tarde de verano. Poca gente, un manto de siesta aún cubría la voluntad de los vecinos del pueblo, pero el era extranjero en esas tierras y podía prescindir de las costumbres del lugar. Había llegado el momento, siempre supo que tarde o temprano esto iba a suceder, no era esta la primera vez, trabajó duro para que las circunstancias estuvieran a su favor, no era cuestión de dejar nada librado al azar, no señor, el diablo mete la cola donde encuentra la ocasión, y este no sería el caso, ¡esta vez no!.
Todo estaba planeado, repasó uno a uno los detalles, no había fisuras.
Él, saco de hilo azul, sombrero Panamá, pantalón beige muy clarito y mocasines marrones, la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, espalda erguida, y un bonito ramo de margaritas envuelto en celofán, las cinco y dos minutos, ella, vestido blanco con flores rosas y celestes suelto apenas arriba de las rodillas, inquietante escote, pelo suelto rizado movido por el viento y su saltarín andar, sus ojos buscando el inevitable pero ignorado momento, cinco y tres minutos, la ve venir caminando hacía el banco pero no parece hacerlo hacia él, parece no verlo, treinta metros los separan y los acercan, cinco y cuatro minutos, el frágil corazón de Ángela dice basta, Juan se incorpora, acomoda las solapas de su saco, ensaya una sonrisa, ella parece incorporarse, se separa de su inerte cuerpo y camina al encuentro de su eterno compañero, cinco y cinco de la tarde Ángela lo toma de la mano, Juan la abraza, le entrega su ofrenda y se pierden en el paisaje.
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