SALVE


No, no hay caso. No me la acuerdo. Dios te salve Reina y Madre, vida… vida… No, no me la acuerdo. La mano grande y fuerte de mi hijo aprieta la mía y siento un nudo en la garganta.

La capilla del hospital no se parece al cine de mi barrio que hace muchos años se transformaba en templo, cuando todavía no teníamos una iglesia formal, porque Ciudad Jardín recién estaba naciendo. Incluso el cine, era un galpón de chapas. Grande, pero galpón al fin. Hacía poco que yo había tomado mi primera comunión, después de un catecismo aprendido a las apuradas y que había dejado en mi cabecita de ocho años, más dudas y temores que fe. Era la primera vez que me confesaba después de aquella primera comunión, y el cura me dio por penitencia que rezara, entre otras oraciones, el Salve. No pude. No me la había aprendido de memoria. Comulgué igual. Pero nunca más volví a hacerlo. La culpa me taladraba el alma. Fue después de mucho tiempo, cuando mi hija, que tendría por entonces siete años, se enfermó de algo que los médicos nunca pudieron diagnosticar, que volví a acercarme a Dios en un último intento desesperado.

Mi hija mejoró. Y yo agradecí la ayuda divina acompañándola en la preparación de su propio catecismo. Pero ese acercamiento no duró mucho.

Muchas veces me he reprochado mi falta de fe. Como cuando el cáncer se estaba llevando a Germán, y yo me aferraba a cuanta estampita me acercaban, y rezaba con empeño, obligándome a una devoción que intimamente sabía que no era capáz de sentir.¿Por qué no me estaba permitido creer?

No sé siquiera por qué hablo en pasado. Será porque esta vez no puedo permitirme el lujo de no creer en un milagro. Seguramente porque no podré resistir otra pérdida.

Aprieto fuerte la mano de mi hijo, cierro los ojos, busco en lo profundo de mi alma, visualizo la carita de mi nieto y rezo: Dios te salve Reina y Madre, vida, dulzura y esperanza nuestra…